No, esta no ha sido una jugada maestra de Pedro Sánchez. Aquí hay algo más.
¿Qué apoyos tiene hoy Pedro Sánchez que no tuviera hace una semana? ¿Qué garantías de estabilidad parlamentaria que no tuviera hace un mes? ¿Qué nueva legitimidad democrática? ¿Dónde está la movilización social de la que presumía el presidente este lunes en La 1? ¿Qué nuevo relato ha logrado colar entre los españoles?
¿El relato de que la prensa le critica?
¿El bulo de que Alberto Núñez Feijóo quiere meter a su mujer en la cocina?
¿El relato de que, oh por Dios, los jueces insisten en aplicarles a él y a Begoña Gómez las mismas leyes que se aplican al resto de los españoles?
¿Qué ha ganado Sánchez tras estos cinco días de «reflexión»?
Sí, engañar a todo el mundo.
Pero ¿y qué más?
Es más. La respuesta a su escenificación, una vez desvelado el truco final, ha sido la indiferencia piadosa de la mayoría de los españoles.
Lean el artículo de este martes de Lorena G. Maldonado. Ahí está todo:
«Pedro Sánchez aún no ha interiorizado una cuestión antropológica elemental: la gente corriente no soporta que le hagan perder el tiempo».
Y Sánchez nos ha hecho perder cinco días de nuestra vida. Para nada.
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Pedro Sánchez, sí, puede imponer una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
O de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Puede crear tribunales deontológicos que se dediquen a fiscalizar y sancionar los presuntos bulos de «los digitales».
O inundar de publicidad institucional la SER y secar el grifo de los medios críticos.
Pero todo ello estaba en su mano hace una semana, con las mismas probabilidades de éxito y de fracaso que ahora. Nada ha cambiado.
Su teatro ha sido recibido entre los españoles como lo que era, un triple mortal innecesario que ha dejado a Sánchez en el mismo punto exacto en el que estaba el miércoles.
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Esta performance con pretensiones de solemnidad no le va a salir bien al presidente.
No le va a salir bien la utilización del rey como actor secundario de su melodrama.
Ni la de su mujer Begoña Gómez como carnaza arrojada a los leones de la prensa internacional y de los jueces españoles en un ejercicio de masculinidad tóxica.
[Si ella ha sido cómplice, en breve comprobará que no existen viajes gratis en el Titanic del poder y que la estación final de todos ellos es siempre el iceberg. Si no lo sabía, y se ha visto arrastrada por la ola de fango generada por la máquina de su marido, lo siento por ella, pero el resultado será el mismo que en el primer caso].
Tampoco le saldrá bien a Sánchez la instrumentalización del PSOE, al que dejó que se incinerara en la hoguera del esperpento con una movilización de las Juventudes Socialistas del Pensionismo que casi no llenó ni una manzana de la calle Ferraz.
Ni su crueldad con María Jesús Montero, a la que convenció de que iba a ser su sucesora (¡la primera presidenta de la democracia!) y de la que ahora sólo recordamos sus gritos de «¡Vamos Pedro!». Gritos que en realidad eran un «¡Vamos María Jesús!» de pánico por la herencia de un Gobierno sojuzgado por sus socios y de un partido inexistente y que hoy cabe en un taxi.
Sí puede que le salga gratis a Sánchez su instrumentalización de ese Hogar del Rentista que es el cine español, anclado todavía hoy en unos clichés ideológicos del siglo XIX que resultarían cómicos si no fueran encima cursis y por tanto inaguantables. ¿Pero a quién le importan ya Marisa Paredes, el Bardem sin éxito y Pedro Almodóvar?
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De ese ridículo colectivo, el de Sánchez y el de los que se suponía que eran los suyos, no se vuelve intacto. Sánchez nos engañó a todos, sí. Pero sólo unos pocos le creyeron. Los que sufren una dependencia patológica o financiera de él.
No hay más opciones que esas dos.
Así que la pregunta interesante, lo repito, una vez desvelado que todo era la farsa de alguien al que nunca se volverá a analizar desde la política, sino desde la psicología, es qué pretendía Sánchez. Qué puede hacer ahora que no pudiera hacer hace una semana.
Y la respuesta es «nada».
Porque el motivo no era político.
Por eso el presidente ha sido incapaz de concretar en qué consistirá su «punto y aparte» más allá de cuatro generalidades sacadas del manual autocrático de sus socios de Sumar, Podemos, EH Bildu y ERC. Leña al mono con toga y censura gubernamental para un par de estafadores marginales e irrelevantes de la industria del bulo.
Eso es todo.
Olvida además Sánchez que a la prensa no se la compra para que hable bien de uno, sino para que no hable mal. Pero ese es otro tema.
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Cuestión aparte es el renacimiento del viejo caudillismo español. El de los Jesús Gil, Jordi Pujol y Juan Manuel Sánchez Gordillo. Esa pulsión autoritaria que anida en el alma de súbdito de una buena parte de los españoles.
Pero el votante socialista ya era público cautivo antes de la performance de Sánchez.
Así que ni la posible reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que le permitiría a Sánchez escoger a dedo y sin mayoría cualificada a los jueces que más le convengan (como por cierto pretendían los golpistas catalanes en octubre de 2017).
Ni la de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la verdadera clave de sus problemas.
Ni la posible creación de tribunales de «ética y deontología periodística», en realidad organismos de censura que ya les aviso yo que me pasaré por las narices a diario y con tirabuzones de regodeo (añadiendo a mi trabajo un incentivo más, el del placer de lo prohibido).
Nada de eso, digo, conseguirá ninguno de sus objetivos más allá del espasmo de pavor inicial, que se deshará en pocos días como un azucarillo de autoritarismo.
Porque si algo ha quedado claro tras este fin de semana es que el sanchismo no existe.
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Si algo ha quedado claro es que el sanchismo son hoy sólo dos docenas de periodistas y sindicalistas, cuatro actores jubilados y unos cuantos militantes emasculados de cualquier capacidad crítica. Que su representatividad real es nula.
Si algo ha quedado demostrado es que muy pocos votan a favor de Sánchez. Que la izquierda vota en contra de Vox.
Así que, ¿qué ha ganado Sánchez a cambio de dejar a la vista la endeblez de su proyecto, la aluminosis que carcome su sentido de la responsabilidad institucional, lo raquítico de unos apoyos que se reducen a aquellos a los que ha podido comprar con un cargo o con un salario público a costa del resto de los españoles?
Nada. El sanchismo es sólo relato. Propaganda. Y ahora, impostada afectación victimista. Sánchez ha disparado la última bala de credibilidad que le quedaba.
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Dejo la puerta abierta a la posibilidad de que esté equivocado. A la posibilidad de que sí exista un plan político.
Quizá lo que pretenda Sánchez sea un procés a la medida. Puede ser.
Quizá la instauración de un régimen con libertad de prensa limitada, una separación de poderes bajo control de un solo poder, y una oposición política amordazada.
Un procés, como dice Ferran Caballero en esta columna, que a diferencia del original tendría posibilidades de éxito. Y por lo tanto mucho más peligroso.
Pero lo dudo. Eso es tangencial al verdadero motivo por el que Sánchez se ha tomado cinco días de descanso tras los que ha emergido dubitativo, confuso, turbio, como si le hubiera pasado un camión por encima. Poco ha descansado Sánchez estos cinco días.
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El guion con el que Sánchez ha justificado su «reflexión» ni siquiera es suyo. Ha copiado el de Cristina Kirchner en Argentina.
Primero, victimización. «Soy víctima de una persecución alimentada a fuerza de bulos, difamaciones y acusaciones sin pruebas».
Segundo, señalamiento de los enemigos: la prensa y los jueces. Tampoco ha sido original en esto.
Tercero, amenaza de renuncia para generar un movimiento de culto al líder. En este punto, el plan de Sánchez ha fracasado con estrépito.
Cuarto, anuncio de continuidad. Épica del resistencialismo. «Me quedo porque yo soy la democracia, y la democracia no dimite».
Quinto, anuncio de un régimen de libertades limitadas en beneficio de la democracia. «Si la democracia soy yo, todos los que me ataquen son antidemócratas y es por tanto no sólo justo, sino también necesario acabar con ellos«.
Punto por punto. No ha perdido ni un minuto en inventarse nada. Sánchez tenía otras cosas en la cabeza.
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Pero las costuras de su disfraz están ahí, a la vista de todos. Las ha recitado el presidente en sus tres comparecencias públicas de esta semana.
«Esto no es por mí, es por la democracia» (es por él).
«Si somos citados, mi mujer y yo acudiremos sin problemas a la comisión del Senado» (tiene miedo de que su mujer sea citada por el Senado).
«Si yo hubiera aparecido este lunes con un plan de regeneración democrática, la ciudadanía podría haberme atribuido una maniobra política» (no hay un plan porque nunca lo ha habido, lo improvisará sobre la marcha).
«Esto no es contra nadie, ni contra un poder, ni contra un medio de comunicación en concreto» (los villanos de su relato son hombres de paja).
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Sánchez es hoy más peligroso que nunca, pero también está más débil que nunca. Su reacción es la de alguien acorralado. Y con su teatro de estos días lo único que ha conseguido es que los españoles vean el efecto de la kriptonita en su cuerpo.
Quizá nadie, aparte de él y de Begoña, sepa cuál es esa kriptonita. Pero lo que está claro es que le ha dejado el cuerpo molido.
A Feijóo se le ha abierto por tanto una ventana de oportunidad.
Sánchez ha doblado la apuesta como el mal general desesperado que lanza a su guardia personal a la batalla final con la esperanza de que el enemigo se trague el farol y renuncie a asaltar la fortaleza. Pero a costa de quedar desprotegido.
En 5 días ha decidido que quiere seguir 7 años más. https://t.co/uyhPuEo4Lp
— Fernando Garea (@Fgarea) April 30, 2024
Sánchez ha quemado sus últimas naves: la del control del Poder Judicial y la del amordazamiento de la prensa libre. Es un todo o nada de manual. Por eso ha pasado de amenazar con irse a anunciar que se quedará siete años más… como mínimo.