Carles Puigdemont sueña con ser Josep Tarradellas pero, lejos de la grandeza de espíritu del último presidente de la Generalitat republicana, no es más que uno de esos políticos disruptivos que, de vez en cuando, asolan un país hasta hacerlo irreconocible. Véase, sí no, a qué ha dejado reducida la convivencia en la otrora Cataluña laboriosa y próspera del seny, de las rosas y los libros regalados por San Jordi, por la que apostó aquel Tarradellas crepuscular a su vuelta de cuarenta años de exilio.
Hasta el referéndum ilegal del 1-O de 2017, el todavía hoy huido de la Justicia española, Puigdemont, representaba al líder rebelde de una inviable e idealizada República Catalana -aunque sólo fuera por esa deuda pública acumulada a un paso del impago-, que duró ocho largos segundos inmortalizados en la Wikipedia para regocijo de los independentistas más cafeteros.
Después de semejante fracaso, incapaz de afrontarlo y fiel a la imagen trabucaire e irredenta que luego ha seguido cultivando desde Waterloo (Bélgica) de la mano de personajes tan oscuros como su abogado, el ex terrorista Gonzalo Boye, Puigdemont salió una noche por piernas de Barcelona con el objetivo de profundizar en una división que ha seguido cultivando con esmero en estos casi siete años. Y a fé que lo ha conseguido, como vamos a poder comprobar este domingo en las elecciones autonómicas de esa comunidad, me temo.
Para una inmensa mayoría de españoles, incluidos no pocos catalanes, quien hoy se disputa con Salvador Illa la Presidencia de la Generalitat fue simplemente un cobarde que huyó y no supo hacer frente a sus responsabilidades penales tal que Oriol Junqueras; pero para buena parte del independentismo, me temo, Puigdemont sigue siendo el “presidente legítimo”
Para una inmensa mayoría de españoles, incluidos no pocos catalanes, quien hoy se disputa en los sondeos previos con el socialista Salvador Illa ser presidente de la Generalitat, se comportó como un cobarde que huyó con nocturnidad porque no quiso hacer frente a sus responsabilidades penales tal que Oriol Junqueras y otros miembros de aquel delirante Govern encarcelados tres largos años.
Sin embargo, a buena parte del independentismo, no nos engañemos, Carles Puigdemont le sigue pareciendo el “presidente legítimo” surgido del 1-O, el del No surrender (no nos rendiremos), el president en el exili, un Tarradellas II que en algún momento de las próximas semanas o meses pronunciará otro pretendido “Ja sòc aquí” desde el Palau de Sant Jaume, una vez repuesto en el cargo tras una sesión de investidura.
Nada más lejos de la realidad porque nunca se fue del todo, como bien puede dar cumplida cuenta quien fuera su vicepresidente y hoy íntimo enemigo, Junqueras. Todo lo que ha dicho y hecho en estos siete años desde Waterloo ha sido contra España, sí, pero, sobre todo, para cobrarse cumplida venganza de esa Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) jibarizada en los sondeos, a la cual él, fiel representante de la burguesía convergente mimada durante cuatro décadas por los Jordi Pujol y Artur Mas considera un partido poco menos que okupante ilegítimo de su Palau barcelonés.
Illa necesitaría la anuencia de una ERC jibarizada en los sondeos, que no está sabiendo arrebatar a Puigdemont la hegemonía emocional del independentismo, y cuyo candidato, el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, bracea desesperadamente por hacerse notar en una campaña que parece cosa de dos: el aspirante socialista y el todavía huido de la Justicia.
Ese puede ser éste domingo el drama de quienes ansiamos normalidad y la vuelta a un autonomismo integrador de todas las sensibilidades: que Salvador Illa gane los comicios del 12J pero, como le ocurriera a Alberto Núñez Feijóo tras las elecciones generales del 23J, con un resultado que le impida ser investido y formar ese ansiado “gobierno del cambio”; en definitiva, que no pueda acabar de una vez por todas con el delirio de un procès que solo ha traído división a Cataluña y enfrentamiento con el resto del país.
Illa necesitaría la anuencia de una ERC jibarizada en los sondeos, que no está sabiendo arrebatar ni a Junts per Catalunya ni a Puigdemont la hegemonía emocional del independentismo; un republicanismo cuyo candidato, el presidente en ejercicio de la Generalitat, Pere Aragonès, bracea desesperadamente por hacerse notar en una campaña que parece cosa de dos: el aspirante socialista y el todavía huido de la Justicia.
Un escenario diabólico sería ese de la posible vuelta de un Carles Puigdemont amnistiado por el mismo Estado al que combatió y ha acabado humillando; eso aceleraría el proceso de división social en Cataluña y segregación del resto de España, por más que muchos digan que vuelve “con la lección aprendida”. Ja.
¿De verdad un Puigdemont que ha logrado burlar a la Justicia y con serias opciones de volver a sentarse como presidente de la Generalitat en el Palacio Sant Jaume no va a intentar desarrollar su agenda ante un Pedro Sánchez y un PSOE que necesitan sus siete votos en el Congreso si no quieren verse desalojados de La Moncloa y del poder que confiere el BOE?
¿Seguro que, a la vista de los acontecimientos, un triunfante Carles Puigdemont vuelve “con la lección aprendida” o es el Estado el que, por enésima vez, no ha “aprendido la lección” de ser firme en las convicciones y las estrategias, y se está haciendo trampas al solitario?
¿De verdad que un tipo que ha logrado burlar a la Justicia, a quien los sondeos dan serias opciones de volver a sentarse como presidente de la Generalitat en el Palau Sant Jaume y salir al balcón a entonar su particular Ja sòc aquí, no va a intentar desarrollar su agenda soberanista ante la impotencia de un Pedro Sánchez que necesita sus siete votos en el Congreso si no quiere verse desalojado de La Moncloa y del poder que le confiere el Boletín Oficial del Estado (BOE)?
Llámenme raro, pero creo que no; que, si se le deja, el autodenominado president legítim de Cataluña amoldará su agenda y su estrategia a los momentos de debilidad de un poder socialista que, durante estos últimos quince días y a raíz de los cinco días de “reflexión” presidencial, ha dado preocupantes señales de debilidad que Puigdemont sabrá aprovechar para ahondar en la brecha emocional en la que mueve tan bien… Atentos.