DIEGO S. GARROCHO-ABC

  • Si de verdad existen unos valores europeos, ¿quiénes son sus antagonistas?

Hace unos días, una reputada colega me alertaba del riesgo que entrañaría el ascenso del populismo de derechas en las elecciones europeas y del peligro que supondría para los valores de la Unión. Comparto con ella una parte de la inquietud, pero me sorprendieron sus argumentos, ya que asumir que existen unos valores preferentes vinculados a un territorio y a una historia es algo que mi compañera, insigne progresista, ha rechazado siempre. Le recordé que si estamos dispuestos a defender que existen unos valores europeos tendríamos que sostener también, por ejemplo, que existen unos valores españoles. Mi interlocutora negó de inmediato para España lo que acababa de defender para Europa, pero para favorecer la conversación decidí obviar su palmaria inconsistencia.

En su alerta contra la derecha euroescéptica, que insisto, hago mía aunque por motivos distintos, esta pensadora siguió hablando de los valores europeos. La idea es sugerente, porque propone la existencia de una forma específicamente europea de ver el mundo. Sin embargo, todos los principios morales de los que me hablaba me resultaban compatibles con los que imperan, por ejemplo, en Estados Unidos o Australia. Le pregunté, de nuevo, si donde ella propone defender unos «valores europeos» estaría dispuesta a hablar de unos «valores occidentales». El escándalo volvió a manifestarse en la filósofa, que de inmediato negó la necesidad de promocionar estos valores occidentales. Intenté hacerle ver el absurdo de su argumento, pues todo lo que destacaba como valores europeos (pluralismo, laicidad, democracia…) son, exactamente, los valores que distinguen a Occidente.

Mi colega, sagaz conversadora, empezó a titubear, pues era consciente del callejón sin salida en el que se había introducido. Sabía que existen buenas razones para sostener que los valores europeos son los occidentales, pero esa sinonimia demostraría que, en el fondo, su posición es coincidente, al menos en parte, con la de la extrema derecha que aspiraba a combatir.

Ante su incomodidad creciente, le pregunté qué solución propondría para esta amenaza tan inquietante. Y ahí sí, de forma aliviada, la académica me brindó su sencilla receta: hay que poner un cordón sanitario a la extrema derecha. Les confieso que ahí quedé vencido, pues mi umbral de tolerancia con la contradicción también tiene un límite y la metáfora higienista, precisamente en Europa, evoca algunos de los capítulos más negros de nuestra historia.

Tiendo a administrarme el optimismo como una terapia imperativa, pero cuanto más hablo con los intelectuales de la Corte más me doy cuenta de que la neolengua orwelliana de nuestro tiempo nos ha vuelto incapaces de defender incluso las causas justas. Europa lo es, pero mientras la imbecilidad siga parasitando las buenas intenciones estaremos perdidos.