José Luis Zubizarreta-El Correo

  •  La gravedad de los problemas que afronta la UE contrasta con la vacuidad de una bochornosa campaña que apenas se ha dignado mencionarlos

La Unión Europea se encuentra en un momento crítico. No será la primera vez que lee usted una frase como ésta. Le sonará incluso al típico tópico con que quien escribe trata de llamar su atención. Pero el tópico acierta. Porque lo propio de una institución como la europea, que nunca termina de construirse del todo ni en el tamaño ni en los métodos de funcionamiento, es estar siempre en proceso de cambio y atravesar continuas encrucijadas. Pero, siendo esto así, también es verdad que nunca como en este momento se ha visto la Unión tan comprometida por retos y cambios tan formidables como los que hoy la interpelan y amenazan, si no en su supervivencia, sí en elementos esenciales de su identidad.

Ahí están las dos guerras que le han exigido, cada una en su grado, la adopción de tan complejas tomas de postura y arriesgadas medidas como nunca se había visto forzada a tomar en el pasado. La guerra en Ucrania, por fronteriza, y la que se libra entre Israel y Hamás, por sus sensibles implicaciones incluso de responsabilidad histórica, la han obligado a acometer acciones que redefinen su papel en el ámbito internacional y en su estrategia de defensa y seguridad. Se le han movido los cimientos sobre los que se creía despreocupadamente asentada y trastocado su tradicional consenso interno. Pero, al margen de estos factores externos y sobrevenidos, merecen también mención otros propios que denotan una especie de cansancio de materiales y demandan retoques para su renovada puesta en forma y reactivación.

Algunos se refieren a su misma naturaleza y consiguiente funcionamiento, como el del carácter confederal o federal de su aún inexistente constitución, cuya definición exigiría, o bien mantener la unanimidad en la toma de decisiones o bien abrirse al criterio de las mayorías para evitar estériles estancamientos. Otros tienen que ver con la cuestión de su inaplazable ampliación, en la que el dilema entre excluir a quienes, inadmitidos, serían presa del gran depredador que ha dado prueba de su insaciabilidad en Ucrania o aceptar a quienes todavía no comparten valores homologables con los de la Unión adquiere un carácter más existencial que de mero trámite. Están luego los de gestión más cotidiana, como el del aumento de la financiación para atender funciones que se han hecho ya más comunitarias que nacionales, el de la reforma de programas como la PAC que, pese a su arraigo en la estructura de la Unión, se enfrenta ahora, por sus excesos intervencionistas, al rechazo de sus propios beneficiarios y a la presión del amenazante cambio climático o el más sensible de la tan irrefrenable como necesaria inmigración. Y, por acabar, sin ser exhaustivo, el asunto de vida o muerte de ser relevante en un mundo multipolar muy distinto del que la vio nacer y en el que la creciente rivalidad en todos los campos amenaza con minimizar o anular del todo su capacidad de influencia. Cabría multiplicar los casos. Basten éstos para evocar el crítico momento en que la Unión Europea se encuentra.

Y es que esta deslavazada enumeración sólo pretende contrastar la grave envergadura de los problemas a que se enfrenta la Unión con la mísera atención que les ha prestado una campaña electoral que ni el nombre merece de europea. En todos los países llama más la atención el debate de carácter nacional, pero no suele desviarse tanto de lo que se dirime en la elección del Europarlamento. En nuestro país, en cambio, la que se juzga tolerable desviación ha alcanzado niveles descaradamente bochornosos. El cenit ha sido un final de campaña que, como si no hubiera otros temas que tratar, ha recurrido al aprovechamiento soez y populista del destino judicial de la esposa del presidente de Gobierno, que ha sido usada al alimón por el PP y el PSOE -con aparente regocijo de la interesada- como común objeto electoral, aunque con propósitos opuestos. Sólo el silencio de la esperable protesta feminista ha sido más estruendoso que el ruido del que se ha rodeado a una mujer a la que se ha expuesta a la mirada de todo el mundo por la supuesta comisión de un delito de corrupto trapicheo nepotista. Queda, al menos, claro quiénes son culpables tanto de la abultada abstención, si fuere el caso, como, si esta otra se diera, de la elevada movilización que este repugnante uso del fango habrá logrado provocar. Una u otra definirá, para bien o para mal, el carácter de nuestra sociedad. Y sólo una abstención abultada logrará salvarle la cara y su dignidad por no haberse dejado chantajear por el infame cinismo de quienes en España se odian y se abrazan en Europa.