ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

  • Necesita imperiosamente controlar el Supremo y detener a los jueces que investigan a su esposa y a su hermano

Cuanto más acorralado se siente Pedro Sánchez, más peligroso se vuelve. El caudillo socialista pensó, en su egolatría narcisista, que auparse hasta La Moncloa sobre una pila de perdedores, populistas, separatistas y demás elementos ajenos al ecosistema constitucional le bastaría para consolidar su asalto al poder, aun a costa de destruir España. Se equivocaba. El Estado de derecho dispone de instrumentos defensivos eficaces, que se han ido activando paulatinamente, y muchos de los ciudadanos llamados a empuñarlos están demostrando más valentía y arrojo de los que le gustarían al aspirante a tirano. Los jueces y los fiscales, salvo excepciones deshonrosas, no se rinden ni abdican su independencia a los pies del presidente empeñado en someterlos. Los periodistas, tampoco, aunque no falten los mercenarios y mercenarias (en este caso el femenino es relevante) a sueldo, dispuestos a perder hasta el último resquicio de dignidad profesional por una mezcla hedionda de sectarismo y afán de lucro. La oposición popular, por una vez, exhibe tanta cohesión como voluntad de resistir a esta embestida totalitaria, sin precedentes desde 1978. Y varias de las piezas que constituyen su coalición Frankenstein, encabezadas por ese engendro llamado Sumar, han comenzado a descomponerse, lo que no hace sino agravar la sensación de colapso inminente que impera en su entorno, donde más de uno y de una (también aquí el femenino es imperativo) no se juega solo la residencia oficial y el sueldo público, sino que se enfrenta directamente al banquillo de los acusados. Todo lo cual acrecienta la determinación del ‘conducator’ (así llamaban a Ceaucescu) a saltarse todas las barreras en aras de sobrevivir.

Concluido el ciclo electoral con una sonora derrota en las europeas y la certeza de que su candidato, Salvador Illa, no será ‘president’ de Cataluña, al menos sin pasar de nuevo por las urnas, el todavía jefe del Gobierno anuncia medidas drásticas destinadas a doblegar a la justicia y la prensa libre. Necesita imperiosamente controlar al Tribunal Supremo escogiendo a dedazo político a los magistrados que lo integran, porque sabe que, antes o después, muchos de sus peones, empezando por ese fiscal mal llamado «general» cuyo quehacer consiste en servir los intereses de su amo, habrán de dar cuentas ante él. De ahí su enconado empeño en tomar la institución por las bravas, tal como siempre ha reclamado la extrema izquierda enemiga visceral de Montesquieu. Necesita imperiosamente detener a los jueces que investigan a su esposa y a su hermano, porque es consciente de hasta qué punto son dudosos los lucrativos negocios de una y otro. Y necesita imperiosamente taparnos la boca a quienes denunciamos sus desmanes, cortando la financiación de los medios donde trabajamos, toda vez que ha fracasado su intento de amedrentarnos. Va a por todas en su ansia enfermiza de perpetuarse, aunque somos muchos los demócratas decididos a plantarle cara. La batalla acaba de empezar.