Ignacio Camacho-ABC

Iglesias sostenía que la política consiste en cabalgar contradicciones, pero Sánchez le obliga a hacerlo al galope

Cuando Pablo Iglesias dijo que la política consiste en cabalgar contradicciones quizá no sospechaba que Sánchez le iba a obligar a hacerlo al galope. Pactar con este presidente significa en la práctica someterse a su capricho, esa voluntad arbitraria y tornadiza que los teóricos de la posmodernidad denominan pensamiento líquido. Tan líquido que puede inundar las tragaderas del más flexible de sus aliados con un caudal de incoherencias y antinomias en el que nadan cada día decenas de sapos. El líder de Podemos ya ha desayunado el primero con el nombramiento de Dolores Delgado, que siguiendo el estilo de su flamante socio ha justificado con una mentira -la de que la exministra pidió perdón por sus encuentros con Villarejo- y el habitual reproche al adversario. Si a diferencia del presidente le importa siquiera un poco el valor de su palabra, le espera una época amarga: al menos el tiempo -probablemente escaso- que tarde en apercibirse de que puede violentarla sin que pase nada alegando que lo que ha cambiado no es él sino su circunstancia.

Es cuestión de pragmatismo; al fin y al cabo, Sánchez va a enviar a Delgado a la Fiscalía para hacer lo que el propio Iglesias quería y lo que ambos han pactado con los nacionalistas: sacarles a éstos de encima el aliento perseguidor de la Justicia. Y además han firmado un papel comprometiéndose a evitar las críticas internas, que entre bomberos no hay que pisarse la manguera y para oponerse ya está la derecha. Sí, bueno, Podemos facilitó una vez su reprobación en el Parlamento -de las tres que recibió en año y medio, todo un récord- pero entonces no estaba en el Gobierno y tenía margen para mostrarse estrecho de criterios. A los caballos del poder, en cambio, para que puedan llegar lejos hay que dejarlos desbocarse sin frenos; ya Maquiavelo enseñaba que importan los objetivos, no los métodos. Máxime en esta etapa de alumbramiento de un viejo/nuevo modelo -¿posdemocrático?- en el que los paradigmas rígidos o densos se diluyen en el relativismo pragmático del éxito. Esto antes se llamaba autocracia pero el mantra mágico del «progreso» absuelve la irregularidad de cualquier procedimiento y proporciona el privilegio de actuar sin titubeos en el sagrado nombre del pueblo.

Quizá en el fondo esta apariencia de incomodidad del vicepresidente sea sólo un mohín de hipocresía. El idealismo refundador que pudo iluminar su conciencia de juventud no es muy compatible con la militancia comunista, una escuela de neta impronta conspirativa. Lo que parece separarle de Sánchez es que su cobertura retórica resulta menos cínica porque lo relaciona con una ideología, pero la ambición, la determinación autoritaria, son las mismas. Y se manifiestan en un proyecto de caudillaje idéntico. Si de su tiempo insurgente le queda algún remordimiento, se disipa cuando los ujieres le abren cada mañana la puerta del Ministerio.