José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
En Moncloa confían ciegamente en que los populares tendrán un muy mal resultado electoral que desestabilizará a su nuevo líder
Cuando unos llegan otros se van. Es un principio que rige en la vida y en la política. Pablo Casado, con ese afán de trazar inexistentes líneas de continuidad (de Fraga a Rajoy pasando por Aznar) no ha sabido deshacer el nudo gordiano que le planteaba su elección en julio como presidente del PP: prescindir del pasado y poner rumbo al futuro. El «accidente» que se ha llevado por delante a María Dolores de Cospedal, constituye solo un aviso de lo que se le viene encima al líder de la disminuida derecha española que haría bien en licenciar a algunos de sus colaboradores. Un «accidente» el de la exsecretaria general del partido provocado por los audios de Villarejo que, según los especialistas en los intestinos estatales, seguirán excretando relatos destructivos de reputaciones y trayectorias.
Dos colaboradores de Casado le han dejado en mal lugar. Rafael Catalá e Ignacio Cosidó han reventado, por incompetencia y por temeridad, el pésimo acuerdo que apalabraron con la ministra menos idónea para un entendimiento —Dolores Delgado, titular de Justicia— sobre la renovación de la cúpula judicial. A estas horas, el portavoz popular en el Senado —escribiera o reenviara el mensaje indecente que comprometía la imagen de la Sala Segunda y la indudable probidad de Manuel Marchena— ya no tendría que serlo.
No hay precedente de un acuerdo de Estado peor negociado que el de la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Podría llegar a asumirse que Dolores Delgado —vinculada a Baltasar Garzón, condenado por prevaricación por un tribunal del que formaba parte el fallido presidente del CGPJ— le hiciese a Manuel Marchena el «favor» de filtrar el pacto de su futuro nombramiento, pero jactarse de controlar «por detrás» la Sala Segunda tratando de deslizar la especie de que así se obtendrá una sentencia conveniente en el juicio del proceso soberanista, es de una bellaquería política sin precedentes y una forma arrabalera de apuñalar al magistrado que la preside en su integridad y al Supremo en su independencia.
En Moncloa confían ciegamente en que los populares tendrán un muy mal resultado electoral que desestabilizará al nuevo líder, Pablo Casado
La incoherencia de negociar la cúpula judicial conforme a la ley orgánica vigente para reclamar ahora un sistema de elección de vocales que estaba en el programa del PP de 2011, pero no en los de 2015 y 2016 —¿nadie lee los papeles en la calle Génova?— termina por componer el cuadro de un liderazgo de Casado que está asumido sin ese instinto necesariamente exterminador que es connatural al darwinismo que se impone en la política. Por eso, sus adversarios —dentro del partido, algunos, y muchos fuera— le están esperando la noche del 2 de diciembre en Andalucía. En Moncloa confían ciegamente en que los populares tendrán un muy mal resultado electoral que desestabilizará al nuevo líder. Ese podría ser el momento en el que Sánchez descargarse el golpe de anunciar una convocatoria electoral, mientras los emboscados del PP propugnarían el advenimiento por aclamación del «bávaro» galaico, Núñez Feijóo para sustituir el mando débil y confiado de Pablo Casado.
El socialismo de Sánchez —que es una subespecie extraña de la socialdemocracia según versión no desacertada de Albert Rivera— espera, no solo que el PP obtenga un mal resultado, sino que, además, le salga por su derecha un ‘spin off’ en forma extrema, o sea, que Vox le arrebate escaños y, en todo caso, votos. Así el presidente, Iglesias y los independentistas se sentirían inmensamente felices: nada les satisfaría más que una ultraderecha creíble en su radicalidad. Ellos ya saben que ni el PP ni Cs lo son por más que machaconamente lo repitan.
Si eso sucede, y con los antecedentes sucintamente expuestos, a Casado le rondaría el desastre porque, además, se ha dotado de un lenguaje de combate poco idóneo ante el que el inquilino de la Moncloa reacciona como un San Luis. Debió recordar Casado —y no debe olvidarlo Rivera— que en la política hay que atender a la locución latina según la cual la efectividad se consigue así: ‘suaviter in modo, fortiter en re’. Es decir: manifestando todo lo que proceda, por tremendo que sea, pero sin tremendismos verbales que suben los decibelios y, con el ruido, no se entienden nada.