KEPA AULESTIA-EL CORREO

El presidente Sánchez anunció los seis meses de estado de alarma con una convicción que hubiese sido escandalosa -por sorpresiva- si buena parte de la opinión pública no se hubiera hecho a la idea a pesar de los mensajes más optimistas del Gobierno, o precisamente a causa de ellos. Sánchez abandonó el jueves el Congreso a las 10 de la mañana tras su inexplicable negativa a defender ese estado de alarma, con la excusa de que debía participar en la cumbre informal y telemática de la UE convocada a la tarde para hablar de la pandemia; tras la que la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, declaró que los mandatarios europeos reconocieron haber enfrentado tarde la segunda ola. El Congreso aprobó la prórroga del estado de alarma, descubriéndose que en ese momento el ministro Salvador Illa se encontraba solo en el banco azul. Ninguno de los demás integrantes del Consejo de Ministros le acompañaba, seguramente porque tenían cosas más importantes que hacer fuera del hemiciclo.

Ha sido suficiente para que esta vez nos hagamos a la idea de que acabaremos confinados en casa. O no. Pero mejor curarnos en salud esperando lo peor; no sea que nos coja por sorpresa y resulte más doloroso. Es un recurso psicológico con el que nos defendemos individual y colectivamente de imprevistos. Aunque en esta ocasión procedemos así por inducción. Son los responsables públicos quienes promueven el mecanismo instintivo entre la plebe después de exprimir todas las oportunidades del optimismo institucionalizado. Saben perfectamente que no contamos con dos semanas de prueba para demostrar nuestro sentido de la disciplina cívica. Que el tiempo para evitar lo peor está agotado desde hace días. Del mismo modo que sabían -o tenían motivos sobrados para saber- que la transmisión comunitaria estaba instalada en nuestro país desde el verano en que se resistían a hablar de segunda ola.

Es llamativo cómo los responsables públicos se esfuerzan en mantener su sentido del olfato e incluso del gusto a pesar de la infección. Consumadas las posibilidades anticipatorias de los recurrentes avisos de una pronta vacuna, posponen la habilitación de semáforos y la aplicación de restricciones porque intuyen que es la manera más eficaz de responsabilizar a los ciudadanos de lo que pase. Simulan que se les trata como mayores de edad para que no salgan del parvulario. Ahorran costes políticos apelando, en el último minuto, a dictámenes técnicos que conocieron semanas antes y cuya autoría nunca revelan. Lo peor es que cuando la gente se cura en salud porque desde las instituciones se promueve la desconfianza hacia los buenos augurios, decae la credibilidad de todos los anuncios oficiales e incluso de sus contrarios. Y aflora el nihilismo.