FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • La obra de Jules Renard no es una afición, sino un vicio. Evita la crónica cotidiana, de la que sólo hay alusiones, para anotar destellos fugaces, intemporales a pesar de ir fechados

Desde hace más de veinte años voy a todas partes llevando conmigo el libro sobre el que más he vuelto y revuelto en mi vida: el Journal de Jules Renard. Un volumen compacto y grato de acariciar (pero su letra me parece cada vez más minúscula, terminaré leyéndolo con lupa).

A veces pienso que ya conozco sus más de 1.200 páginas, pero lo abro al azar y vuelven a cautivarme agudezas que parecen nuevas. Me entusiasmo con ese rincón inexplorado hasta que encuentro un par de líneas subrayadas (a lápiz, se trata del papel biblia de la Pléiade), como si hubiera huellas en la arena de la playa supuestamente virgen: ¡jolín, mis huellas! Sin embargo, vuelvo a disfrutar igual. El diario de Renard no es una afición, sino un vicio. Evita la crónica cotidiana, de la que solo hay alusiones, para anotar destellos fugaces, intemporales a pesar de ir fechados. Nada de política, menos mal. Tampoco pretende figurar en la nómina ilustre pero algo cargante de los moralistas franceses: destaca lo efímero, lo en apariencia irrelevante pero suavemente irónico, la característica de alguien del que no volveremos a saber. Hace pie en lo que sonríe o llora, descarta lo trascendental. No pretende guiar la vida propia ni la de nadie, sólo despedirla mientras pasa.

Este ritmo liviano es difícil de conciliar con los taconazos casi prusianos de nuestra literatura. Aquí somos sentenciosos, pero más a lo calendario zaragozano que a lo Lichtenberg. Una excepción: Milena Busquets, en Las palabras justas (Anagrama). La variante femenina de Renard (sin chistes, porfa). Que la acusen de frívola, de insustancial, pero acierta: “Nunca se sabe lo que ocurre entre dos personas, pero todo lo que ocurre ocurre siempre entre dos personas”. Una escribe, otra lee.