Tuve la primera noticia de José Mari Calleja hace 45 años, en la primavera de 1975. Apenas desembarcado del último petrolero en el que ejercí como piloto, viajé a Valladolid, a pasar unos días con mis amigos los hermanos López Blanco. Me invitaron a una charla que el movimiento vecinal del PCE había organizado en el barrio de las Delicias. Al lado, en la parroquia, se habían encerrado unos voluntarios en huelga de hambre por Fernández Costilla uno de los miembros de CCOO condenados en el proceso 1001, que apenas excarcelado había sido vuelto a detener.
Recuerdo que a mitad de la charla uno de mis amigos entró alarmado con una noticia que alarmó a su vez a las dos docenas de asistentes: “¡Han detenido a José Mari Calleja!”. Calleja era un dirigente estudiantil muy popular en Valladolid que ya había sufrido una breve condena de cárcel en el franquismo. Él ha contado alguna vez una experiencia personal que resume de forma tan precisa como cruel una paradoja vital. En diciembre de 1973 él estaba pasando unos días en la cárcel de Valladolid, ya saben lo caprichosa que es la gente a la hora de escoger el lugar de vacaciones.
Allí se enteró el día 20 por la mañana del asesinato de Carrero Blanco a manos de ETA. Él recuerda que oía gritos de ultraderechistas que en el exterior de la cárcel gritaban que se les entregara a los presos políticos. Entonces tuvo un barrunto temprano en su propio pellejo de cuales podían ser los efectos colaterales del terrorismo. Los efectos directos, los que para aquellas fechas habían supuesto el asesinato de siete personas, se habían de multiplicar por más de cien tras la muerte del dictador y el advenimiento de la democracia. Y en un momento dado, él mismo comenzó a llevar escolta, porque se había convertido en un objetivo potencial de la organización terrorista.
No nos conocimos personalmente hasta 1982, cuando coincidimos en la redacción de ‘Tribuna Vasca’, yo en Bilbao y él como corresponsal en San Sebastián. Fuimos muy amigos durante años, en los que él puso todo lo que tenía en su lucha contra el terrorismo y por las libertades. Callejita acuñó un sintagma que luego le copiaron decenas de colegas para acotar los años en los que los terroristas tanto mataban: ‘los años de plomo’, que vivió con entereza, provisto de una divisa también acuñada por él: “debemos mantener nuestra dignidad un escalón por encima de nuestro miedo”. Mientras, la banda terrorista le obligaba a llevar escolta y pintaba dianas en la puerta de su casa de San Sebastián, en la plaza del Buen Pastor.
Fuimos, ya digo, muy amigos lo que me permitió asistir como testigo de primera línea a toda su peripecia vital y profesional. Hemos compartido en todo este tiempo no pocas alegrías y algunas penas, muchas risas y algunas lágrimas. En los años de plomo solía escapar de San Sebastián, para venir a cenar conmigo a Bilbao y a tomar alguna copa, a veces en casa, a veces en cualquier restaurante. Viví con él su angustia cuando su hijo Mikel fue arrollado por una furgoneta y estuvo en coma varios días.
Él fue el primer periodista que puso en el centro de su atención a las víctimas del terrorismo. Lo hizo en su primer libro, ‘Contra la barbarie. Alegato en favor de las víctimas de ETA’ en el que describía con precisión el miserable protocolo que acompañaba al crimen. La secuencia era, más o menos, como sigue: el primer día se producía el asesinato. Los medios de comunicación daban cuenta del hecho, ilustrándolo con una foto, generalmente de carné, de la víctima. El segundo o tercer día se celebraba el funeral y acto seguido el coche fúnebre se llevaba sus restos a enterrar a Villanueva de la Serena (provincia de Badajoz) y más abajo.
Yo solía presentarle en Bilbao sus libros y solía incluir en la presentación algunos versos de los poetas que tanto nos gustaban. Hoy, la noticia de su fallecimiento, me trae a la memoria los que Miguel Hernández dedicó a Lorca: “Entre todos los muertos de elegía/ sin olvidar el eco de ninguno/ por haber resonado más en el alma mía/ la mano de mi llanto escoge uno”.
Cuando nuestra relación se espació y fue invadida por silencios, pensé que era otro logro de Zapatero, haber roto relaciones de amistad profundas. Estaba equivocado, me lo cantaban las vísceras ayer al enterarme de su fallecimiento. Lo verdadero está por encima de tipos como Zapatero o su versión empobrecida, Pedro Sánchez.