- No conozco a Lierni Armendáriz. Ignoro si se ha arrepentido. Pero me gustaría decirle algo
Sé que está a punto de ser trasladada a un penal cercano a su familia y amigos. Sé que, junto a usted, hay siete etarras más que disfrutarán de ese beneficio. Sé que las vidas de los cuatro inocentes que usted se llevó por delante valen en España treinta y tres años. Imagino los motivos por los cuales Marlaska así lo ha dispuesto, pero no es de la relación existente entre ETA y el Gobierno de Sánchez de lo que quisiera hablarle. Está usted condenada por haber asesinado a Ernest Lluch y, no podemos olvidarlo, a José Luis Ruiz Casado, Miguel Gervilla y Francisco Cano.
A estas víctimas de su fanatismo no tuve el gusto de conocerlas, aunque siento su pérdida como siento la de todos quienes cayeron bajo su plomo inmisericorde que no tenía encuenta ni a los asesinados ni a la muerte en vida que condenaba a sus deudos.
A Ernest sí que lo conocí e incluso me precié de ser amigo suyo, de admirarle intelectualmente, de respetar su profunda bonhomía, su sentido del humor, su infinito respeto por la libertad, por el derecho a la discrepancia, por la vida. Lo recuerdo gritándoles a ustedes cuando habían ido a reventar un acto, mirándolos a través de sus gafas de intelectual miope, y diciéndoles “Eso, eso, gritad, gritad, que mientra gritáis al menos no matáis”. Porque a Ernest le dolía profundamente cada vida arrebatada por su terror.
De hecho, todas las personas que ustedes decidieron convertir en “objetivo prioritario” y cayeron sin vida en medio de un charco de sangre, la suya, forman parte de la familia más querida de las personas de bien. Sé que le pareceré un facha, un energúmeno, un cómplice del sistema represor. Usted, a mí, me parece solo una fanática capaz de creerse ese cóctel indigesto que mezcla una república marxista leninista con las tesis xenófobas de Sabino Arana.
¿Lo celebró, se alegró, sintió un cosquilleo de torvo placer? ¿Duerme usted bien? ¿Tiene pesadillas?
Si ahora siente y piensa lo mismo que cuando se llevó por delante la vida de tanta buena gente me es indiferente. Solo una pregunta: ¿qué sintió al apretar el gatillo y ver desplomarse delante suyo a un ser humano, inocente? ¿Qué pensó en aquel terrible, fatídico momento, en el que se creyó ungida con el derecho de vida y de muerte sobre Ernest? ¿Se sintió mal, siquiera por un instante, o pensó, por el contrario, que había hecho justicia en nombre de no sé qué locura? ¿Qué pasa por la cabeza del criminal cuando comete el crimen?
Esa es la gran pregunta. ¿Lo celebró, se alegró, sintió un cosquilleo de torvo placer? ¿Duerme usted bien? ¿Tiene pesadillas? ¿Se ve capaz, una vez salida de la cárcel – lo que seguramente no tardará en ocurrir – de llevar una vida normal, de reír, de emocionarse, de llorar, de amar? ¿Sabe lo que es eso, amar? Si tuviera que ir a una escuela a dar una plática acerca de lo que supone convivir, aceptar, tolerar, ¿qué les diría? Por último, ¿cree usted en Dios? Si es así, ¿piensa que obtendrá su perdón? Y si no cree, ¿opina que la sociedad la acabará perdonando? No estos políticos capaces de vender a su madre por un cargo, no, hablo de la gente sencilla, la de a pie, la que es incapaz de levantarle la mano a nadie. Pensando, opino que es posible que, en el fondo, usted no haya sentido nada. Eso es lo terrible. Ese vacío que conocemos por testimonios de los SS que decían no tener ninguna emoción al dispararles en la nuca a los judíos. Uno dijo “Bueno, sí sentí algo. Me preocupaba tener buena puntería y acertar”.
La única verdad tras estos años sin Ernest es que él no está y usted, en cambio, sí. Seguramente, insisto, dispondrá pronto de permisos penitenciarios y saldrá a la calle. Mi amigo Ernest Lluch, en cambio, no volverá nunca a tomarse un cortado conmigo, a decirme que fumo demasiado y a llamarme un poco en broma y un mucho en serio Monseñor. Es lo que tiene el cementerio. Una vez dentro, no se sale.
Pero no envidio el camposanto en el que reside su alma. Es el peor de todos, el de la indiferencia ante el mal. Ahí radica la locura.