A la izquierda del padre

Todo desarme genera metamorfosis. Así que no sería extraño que reverdezcan complicidades ancestrales, sobre todo si Batasuna se presenta a las elecciones y el PNV necesita su concurso para preservar el máximo de poder a cambio de repartirlo con los recién desarmados. La eventual legalización genera inquietud en el nacionalismo.

Las vicisitudes por las que atraviesa Nafarroa Bai reflejan la tensión que se vive en la vertiente izquierda del nacionalismo ante la próxima o inminente legalización de la extinta Batasuna. No solo porque es de Perogrullo suponer que sin esta última eventualidad ni EA se hubiese movido de donde estaba, ni Aralar se hubiera arrimado tanto al PNV. Los nervios se desatan a medida que se acerca el día en que sabremos cómo será y qué hará la izquierda abertzale sin la tutela de ETA. Una incógnita que probablemente comience a despejarse a partir del próximo lunes cuando, con los auspicios de Lokarri, Iruin explique el basamento jurídico de los estatutos del todavía innominado partido y Etxeberria proceda a inscribirlo en algún lugar del universo simbólico «abertzale y de izquierdas» con la intención de que se perciba ya desarmado.

Navarra fue el territorio en el que mejor cuajaron las escisiones del PNV y de Batasuna, EA y Aralar, en relación a sus matrices. El partido de Garaikoetxea heredó a mediados de los 80 casi todo el patrimonio jeltzale, y el de Zabaleta atrajo, a partir del 2000, a una parte importante de la izquierda abertzale de dicha comunidad autónoma, en la que tradicionalmente había sido más moderada. La paleta de colores del nacionalismo adquirió unos tonos muy distintos del lado navarro. Tanto que dio lugar a lo que nunca antes fue posible: una candidatura unitaria capaz de aglutinar a todos los abertzales con excepción de Batasuna. En este sentido conviene tener en cuenta que desde el restablecimiento de la democracia Na-Bai ha sido más la excepción que la regla. Por lo que es probable que el nacionalismo en Navarra se encuentre en puertas de volver a su estado habitual.

Navarra ha sido durante todos estos años el argumento reivindicativo del nacionalismo en Euskadi, así como mitad espejo mitad banco de pruebas de algunos de sus movimientos. Sin duda lo está siendo con la crisis de Na-Bai, porque en ella se refleja y se larva la nueva competencia que se vive entre las formaciones nacionalistas junto al alineamiento de cada cual tomando como referencias al PNV y a la izquierda abertzale por ahora ilegal. En realidad esta ha sido la gran constante desde la transición, la dificultosa ordenación del espacio abertzale que iba quedando entre la política trazada por el EBB y Herri Batasuna con sus sucesivas marcas. Un doble desafío, porque cada aspirante a ocupar ese terreno ha pretendido siempre poseerlo en exclusiva, y porque el paulatino deslizamiento de los jeltzales de la democracia cristiana hacia una socialdemocracia institucional fue añadiendo mayor complejidad a la tarea.

Esta misma semana un dirigente del PNV con memoria, el diputado general de Álava Xabier Agirre, se atrevió a expresar lo que en su partido tantas veces han anhelado al proclamar que el mejor servicio que Eusko Alkartasuna podría brindar al país sería su desaparición. El abanico partidario se extiende y se pliega en un movimiento pendular casi constante. Pero el período que Batasuna lleva ilegalizada no ha servido para que se afianzasen las otras fuerzas a la izquierda del PNV. EA ha continuado su declive, rompiéndose en Hamaikabat, lo mismo que Ezker Batua, dando lugar a Alternatiba. Tampoco Aralar ha conseguido eclosionar en una coyuntura aparentemente tan propicia. Seguramente todo ello se debe a que la atomización del espectro abertzale de izquierdas -o asimilado- haya coincidido con la especial ventaja que los principales partidos adquieren cuando se anuncia o se teme la alternancia. Aunque el horizonte próximo no parece más despejado para estas formaciones menores.

A la extrema debilidad de EA se le une su creciente -y hasta inexorable- dependencia respecto al destino de la izquierda abertzale, de manera que de facto podría encontrarse al borde de la desaparición que le deseaba Agirre; mientras que a los miembros de Hamaikabat no les quedará más remedio que integrarse individualmente en las candidaturas jeltzales. Por su parte Aralar elude confrontarse en campo abierto con la eventual legalización de la otra izquierda abertzale para sortear la coyuntura inmediata al arrimo del PNV. La reivindicación de Na-Bai como punto de encuentro con los pocos jeltzales navarros y con los denominados «independientes» constituye un pretexto oportuno para ello; pero tan distante de la política en Euskadi que resulta inevitable que quede en evidencia la desigualdad de semejante emparejamiento. Aunque en el fondo lo que elude Aralar es confrontarse consigo misma: con la trabajosa paradoja que le supondrá explicar su continuidad como formación autónoma cuando la antigua Batasuna se desarme.

Es imposible predecir cómo será y qué hará la izquierda abertzale legal cuando empiece a actuar sobre un tablero en el que todas las demás piezas protagonizarán también sus propios e imprevisibles movimientos. Todo desarme genera auténticas metamorfosis. De modo que tampoco sería extraño que reverdezcan complicidades ancestrales y se orillen incompatibilidades algo menos ancestrales. Sobre todo si la izquierda abertzale de Etxeberria e Iruin se presenta a las elecciones locales y forales y el PNV se ve necesitado de su concurso para preservar el máximo de poder a cambio de repartirlo con los recién desarmados. Reparto al que pedirían ser invitados los partidos menores que hoy se mueven inquietos a la izquierda del padre.

Kepa Aulestia, EL CORREO, 5/2/2011