Víctor Núñez-El Español
Una de las lecciones de vida más importantes que todos hemos recibido alguna vez de nuestros padres es la que se refiere al saber perder. Cuando nos expulsaban del juego de la oca, cuando perdíamos un partido en la PlayStation contra un amigo, cuando nos superaban en alguna competición de nuestro deporte federado, y los ojos se nos inyectaban en sangre y el corazón se nos llenaba de rencor homicida hacia el ganador.
Con una sana reprimenda, éramos obligados a ir a dar la mano o a felicitar al victorioso. Y con ello se marcaba un hito en nuestra formación vital que nos daría herramientas para el resto de nuestra vida a la hora de encajar la frustración de la derrota y los reveses de la fortuna.
Pero puede que en el plan docente del magisterio parental haya ocupado un lugar menos prominente una lección no menos crucial: saber ganar. Consolar al rival derrotado, entender que el dolor del fracaso ya es lo suficientemente lacerante como para que nosotros lo agravemos con nuestra humillación.
Me resultó imposible no pensar en esto cuando este lunes veía a Pablo Iglesias anunciar que su nueva televisión, Canal Red, va a quedarse con la frecuencia de la TDT de la extinta 7NN.
No resulta tan perturbadora la guisa de desaliño de cuarentón en sudadera con la que presentó el programa como la mueca aviesa y la mirada lúbrica con la que se regodeaba en la desgracia ajena. «Se llamaba 7NN y querían ser la Fox española, pero se arruinaron y tuvieron que cerrar», decía mientras impostaba unos pucheros y se atropellaba con risas guionizadas.
Ya el pasado 28 de marzo, cuando 7NN hizo público en un comunicado el «cierre ordenado de las emisiones de la cadena» por «los excesivos gastos generados (sin la correspondiente contrapartida de ingresos)», los portavoces podemitas lanzaron a sus huestes tuiteras a las redes de la cadena a celebrar con júbilo la defunción.
Es el modus operandi de Iglesias y los suyos, que parecen haberse resarcido del feroz escrutinio periodístico que recibieron sometiendo ellos mismos a sus rivales a plomizas campañas de ciberacoso.
Naturalmente, el vicepresidente segundo emérito y sus brigadas tienen un interés sólo nominal en la apertura del oligopolio mediático a la pluralidad informativa y a la diversidad ideológica que demandan. Lo prueba que se congratulasen con tanto encono del cierre de una cadena que, con un equipo joven y entusiasta, intentó levantar un medio conservador con una vocación de servicio probablemente más noble que la que anima la guerrilla televisiva de Iglesias.
Profesionales de la talla de Gonzalo Altozano se esmeraron por dar voz a figuras periféricas de muy distinta filiación ideológica a los que, lamentablemente, cuesta mucho oír en las televisiones generalistas.
Mientras, el telepredicador del fundamentalismo populista se ha venido dotando de toda una constelación de autómatas que orbitan en torno a su megalomanía y a sus obsesiones personales. Replicantes de su chusco agitprop de un chavismo caducado que emulan hasta su cadencia en el hablar y su gestualidad, como hacen los discípulos de Gustavo Bueno con su maestro.
Resulta irónico, además, que los trols se mofen del cierre de 7NN por inviabilidad económica, como si las grandes cadenas progresistas fueran solventes y no se sostuviesen a fuerza de dopaje gubernamental. Tan irónico como que Iglesias, el mayor de los camorristas y los intoxicadores, le impute al «canal facha» la difusión de bulos y la propagación del discurso de odio.
La falta de nobleza del impulsor de la «izquierda trumpista» (como la llamó Ramón Espinar), redoblando la deshonra de los caídos al requisar su frecuencia de emisión y riéndose de ello en antena, apuntan a la ruindad de una cierta izquierda consumida por su propia épica guerracivilista.
No tienen suficiente con coronarse. Quieren la anulación completa del enemigo político, y necesitan recrearse en el infortunio del vencido. Unos, con su tono pendenciero y abusón. Otras, como Yolanda Díaz en el programa del ladino Évole, con una afectación melosa que oculta la peor de las dobleces.
No tuvo bastante la vicepresidenta con haber sacado adelante su reforma laboral. Tampoco con haber «dado las gracias personalmente» a Alberto Casero por la torpeza que lo permitió. Quiso también «agradecer públicamente» su voto.
O sea, no sólo hacer recochineo de su error, sino también doblegarlo en la plaza pública para que abjurase de sus convicciones e hiciera profesión de fe en la ley de Yolanda.
El socialismo está en el Gobierno. La izquierda radical está respaldada económicamente por magnates como Jaume Roures. La hegemonía cultural del liberalismo progresista es casi total.
Y, con todo, a la izquierda no le basta con haber ganado. El horizonte es el de la asolación de cualquier programa social alternativo. Neutralizar cualquier vestigio de ideales opuestos, por diezmados que estén. Sólo les queda buscarse enemigos mitológicos como el fascismo, el «poder mediático» o la Iglesia con los que poder seguir cebándose.
Antaño, hasta las batallas más sangrientas estaban regladas por principios morales que mitigaban el ensañamiento con los derrotados. Pero tal vez la deportividad sea también una rémora carca de la que despojarse.