Lorenzo Silva-El Correo
- Quienes aquí se postulan para mandar tienen en demasiada estima el mando
Se vuelve uno en el verano hacia los clásicos en parte con el afán de sustraerse a cuanto le rodea de ordinario, al ruido ese de la plaza pública que ni bajo el fuego de este agosto interrumpe sus estridencias, y se encuentra con que en sus palabras está contenida, con una exactitud por momentos humillante -por inasequible a ninguno de los supuestamente lúcidos cronistas del hoy-, la glosa cumplida de cuanto continuamos siendo.
He tenido la sensación varias veces ante las páginas de mi ejemplar de las ‘Vidas paralelas’ de Plutarco, que he paseado desde Shanghái hasta Lisboa. En la relación de tantas vidas que el erudito griego nos legó y que leo gracias a la jugosa traducción decimonónica de Antonio Ranz, me sale una y otra vez al paso la frase justa para despachar los asuntos del momento. Sirva como ejemplo la que cita Plutarco del espartano Arquidamidas en su semblanza de Licurgo, el legislador de los lacedemonios: «El que sabe hablar, sabe también el cuándo». Y el que no, ya lo hemos visto en estos días, ni sabe lo que dice ni el tiempo y el lugar donde menos conviene mostrarse sobrado y dicharachero.
Pero hay más, muchas más. Ahí está ese retrato de Rómulo en la cumbre de su poder: «Engreído con los sucesos, con ánimo altanero cambió la popularidad en un modo de reinar molesto y enojoso», asistido por los celeres, unos jóvenes así llamados «por su prontitud en servir». O la comparación entre este y Teseo, el ateniense: «Ninguno de los dos guardó la índole de la autoridad, pecando igualmente por caminos opuestos, porque el que tiene autoridad lo primero que debe guardar es la autoridad misma, e igualmente contribuye para esto el no quedase corto que el no exceder de lo que conviene». O en fin, su elogio de Licurgo: «Sacó a la luz, no letras y palabras, sino un gobierno inimitable, y a los que tenían por quimera la que llamaban disposición o idea de un sabio les puso ante los ojos a toda una ciudad filosofando».
Pero quizá nada interpele al lector español de hoy como la historia de Numa Pompilio, el rey de Roma a su pesar que logró que sabinos y romanos, que vivían juntos pero sin noción de ser los mismos, formaran al fin la ciudad que podían y no sabían ser. Ad age, aplícate a lo que haces, era su divisa. Dividiendo a los ciudadanos de Roma por su oficio, por lo que hacían, sin atender a su origen, acertó a consolidar su unidad. Nuestro Numa ni está ni se lo espera. Quizá sea porque quienes aquí se postulan para mandar tienen en demasiada estima el mando.