DAVID GISTAU-El MUNDO
HACE semanas, durante un recital en Barcelona, Serrat mandó parar y respondió a un espectador que le exigía cantar en catalán como si hacerlo en castellano constituyera una traición. Serrat, que ya se las ha arreglado para ser arrojado al pilón en Tractoria por fascista, fue increíblemente prolijo y educado. Cuanto necesitaba decir habría admitido recursos escatológicos como los que bien conocía Fernán Gómez cuando mandaba a la mierda. Lo que uno vio en el episodio fue a un artista libre y con pocas ganas de aguantar tontos, probablemente nostálgico de una ciudad libre y literaria que ya no existe, que parecía harto de que la militarización nacionalista del ambiente lo profane todo, lo esterilice todo, lo reduzca todo a consigna, y no deje un solo espacio en el que ser y expresarse como a uno le dé la gana.
Mi admiración por Serrat es inversamente proporcional a la que puedo sentir por Valls, quien se está llevando, el pobre, unos soponcios tremendos en su ardua tarea de personaje curativo enviado como misionero a salvar almas en las honduras selváticas españolas. Sin embargo, y más allá de la sobreactuación electoral de Valls y de que un autor pueda decir lo que le pete al recoger un galardón –siempre que sea breve–, el episodio de la entrega de los premios Nadal y Pla nos remite a lo mismo: a la eterna interferencia, al rapto de la vida social, de la cultura, encuadrada en la columna como todo lo demás para ahondar aún más la sensación asfixiante de quien va siendo empujado al exilio interior. Recurro a un cliché de la fascinación mesetaria si digo que, desde las primeras lecturas, el Nadal, así como Barral, Marsé, el Boom, etc., evocaban un mundo cultural al que, una vez colocado el lazo amarillo y vulgarizado por la consigna y el agro mental, le ha ocurrido lo mismo que al de Zweig en dimensiones menos trágicas: es el mundo del ayer, se ha perdido, y en parte fabricó a su propio monstruo destructor por culpa de la ceguera gauchista que cursó credenciales para el nacionalismo sólo porque prometió a los divinos sacarles la costra españolaza. Les prometió cosmopolitismo y les entregó a Torra y las patotas de los CDR.
Esta sensación alude casi a todo. Este tiempo que se ufana de haber «traído las libertades» es menos libre que nunca y condiciona la creación a propósitos moralistas y relacionados con planes de ingeniería social. En la literatura, por ejemplo, apenas nada ocurre ya, o en nada se repara ya, si no es en los cauces doctrinales del feminismo.