Fernando García de Cortazar, Dir. de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 05/12/12 .
En una de sus sentencias morales, La Rochefoucauld dijo que los viejos son aquellas personas que dan buenos consejos porque ya no pueden proporcionar malos ejemplos. En un tiempo de indolencia como es el nuestro, esa referencia a la edad puede trasladarse al desdén generalizado por considerar modelos de conducta cuya calidad moral sea más importante que su exhibición estética. La virtud de una época no sólo se mide por la forma en que se comportan las personas, sino también por todo aquello que la gente admira. No hay ejemplaridad posible donde no existe una ciudadanía que esté dispuesta a imitar una manera de vivir. No hay liderazgo ético donde no puede conmoverse a los espectadores. Quizás el mayor problema que experimenta nuestra cultura no sea la ausencia de quienes convierten sus actos en una lección cívica, sino la escasez alarmante de quienes están dispuestos a aprenderla.
La noticia del secuestro y asesinato de María Santos Gorrostieta demanda reflexionar sobre la ejemplaridad de una vida y sobre nuestra disposición para aceptarla de ese modo. Fue alcaldesa de Tiquicheo, en Michoacán, el estado natal del presidente Lázaro Cárdenas, uno de los fundadores del México moderno. Su tarea política no proyectaba su imagen sobre los suculentos escenarios de las ambiciones nacionales, sino en la laboriosa custodia de los derechos de los quince mil vecinos cuyo bienestar le había sido encomendado. Por ello, su conducta no debía ajustarse a las suntuarias exigencias de la fama, sino a la dignidad discreta del servicio público. En un país asolado por una delincuencia poderosa, resuelta y despiadada, quiso cumplir con el deber de dar protección a los ciudadanos a quienes gobernó. Quiso que su ciudad dispusiera del más elemental de los derechos, el de una existencia que no estuviera manoseada por el miedo ni deformada por la corrupción. Y lo pagó con su vida.
El primer atentado que perpetraron contra ella las bandas del narcotráfico causó la muerte de su marido. En el segundo, tres balas la hirieron gravemente, y exhibió ante la prensa sus heridas. Quien pueda ver en ello un afán de notoriedad o la obscena manifestación de circunstancias dolorosas no comprende el profundo mensaje que aquellas imágenes contienen. María Santos Gorrostieta era consciente de que su cuerpo había dejado de ser un asunto privado desde el mismo momento en que la muerte empezó a cercarlo. No había sido el objetivo de una venganza personal, de un asunto de familia o de una desdicha del azar. Lo que se buscaba aniquilar era lo que representaba. Por ello, al mostrarla a la prensa, su carne lacerada había dejado de ser un espacio limitado a su propia persona, para convertirse en el molde de la libertad de todos, en la materia de la que siempre está hecha la voluntad de ser hombres y mujeres íntegros. Esquivar una muerte que te busca para cancelar tu misión sobre la tierra no es sobrevivir, sino vivir de un modo más difícil, tomándole la medida a tus convicciones, sin venderle al miedo tu dignidad y sin regalar a los miserables esa plenitud de todos que, de pronto, depende sólo de tus actos. Quien vive de ese modo sabe que apura un tiempo precario, con su sentencia escrita, con su condena en marcha.
Los verdugos esperaban que la destrucción de su familia y la vejación de su cuerpo le privasen de algo más que su salud y sus seres queridos. Suponían que podrían someterla a una existencia mezquina, a una vida atenuada por el temor y encogida por la pérdida. En 1944, al acabar la ocupación alemana en Francia, Camus dijo que nunca podría perdonar a quienes, antes de quitar la vida a sus víctimas, les habían arrebatado la inocencia. Que nunca podría aceptar a los criminales que, creyéndose dueños del destino de otros hombres y mujeres, habían convertido su vida atemorizada en un tiempo de temor, de desconsuelo, de rendición. Si la muerte es el momento supremo de la tragedia, su más infame precursora es la existencia reducida a un barrizal de espanto y de claudicación, de renuncia a los principios y de negociación aterrada de la supervivencia.
Cuando a Gorrostieta se le preguntó sobre las razones de su tenacidad, no permitió que los asesinos pudieran albergar ilusión alguna. Iba a permanecer donde siempre había estado. Iba a permanecer en su sitio porque el dolor sufrido le permitía hablar en nombre de muchos. Había logrado una trágica representación de todas las víctimas de la violencia, y no era una condición que estuviera dispuesta a abandonar. Disponía del terrible privilegio de ser la imagen en que podían sentirse ejemplificados quienes padecen persecución, los hombres y mujeres indefensos ante la brutalidad y la codicia, las criaturas sacrificadas a diario por los desalmados. Tuvo la generosidad y la plenitud moral de decidir que su vida había dejado de pertenecerle, pero también tuvo la inteligencia de comprender que, de este modo, nunca habría de pertenecer a los asesinos. Llevó su carga sin autocompasión, con energía, para poder decir: «Tengo que predicar con el ejemplo». Y hasta qué punto.
Nada sabemos del horror de unas últimas horas en que el cuerpo de María Santos Gorrostieta fue entregado a la violencia de sus secuestradores. Nada sabemos de ese calvario recorrido a oscuras, de esa soledad completa en la que un individuo torturado, sabedor de la cercanía de la muerte, se enfrenta a la exacta validez de su conciencia. Queremos creer que su mirada no se humilló, ni se extravió su coraje, ni se quebró la envergadura de su corazón. Podemos creer que, hasta el final, se mantuvo erguida, sobre esa representación asumida de sus vecinos, pero también siendo la expresión de todos los hombres y mujeres honrados, de los pacíficos, de los virtuosos, de los justos llamados a merecer la tierra.
«Somos el tiempo que nos queda», escribió Caballero Bonald. No pertenecemos a una de esas infelices ideologías en las que se proclama el júbilo de la muerte, ni la propia ni la ajena. No existe causa que merezca cancelar el milagro de una vida humana. Hemos soportado en nuestro país la indolencia moral, la flaqueza cívica y la ferocidad homicida, cuando el terrorismo puso a los ciudadanos españoles en la perpetua vigilia de una libertad condicional. Sabemos de qué estamos hablando cuando acude a nuestros ojos una historia de degradación y violencia. Lo hemos aprendido a un precio muy alto. Cuando una mujer muere porque representa la voluntad de vivir en una nación de ciudadanos libres, cuando una mujer es asesinada porque no ceja en el empeño de cumplir ese sueño de todos, hay algo que nos interpela desde el fondo de nuestra propia historia. Hay algo que eleva nuestro homenaje desde la humildad de nuestro recuerdo hasta el orgullo de la vigencia moral de los ausentes. Nos interrogan, de nuevo, las víctimas que se han convertido en ejemplo e inspiración. Porque su muerte nos pertenece. Porque en nosotros cobra sentido su sacrificio. Porque ante su recuerdo habremos de rendir cuentas. Porque somos celadores de su honor. Porque somos el tiempo que les queda.
Fernando García de Cortazar, Dir. de la Fundación Dos deMayo, Nación y Libertad, ABC 05/12/12 .