Aradi Espada-El Mundo

Mi liberada:

Un partido, y un líder, deben gobernar antes de hacerlo. En especial si pretenden evitar la sospecha de que el poder les llegó por accidente. Tal es la diferencia entre González y Aznar respecto a Zapatero y Rajoy. Aún no se sabe por qué modelo de liderazgo va a optar Albert Rivera. Los sondeos le dan la victoria en las próximas elecciones. Pero la razón principal es que los que compiten con él son Pablo Iglesias, Pedro Sánchez y Mariano Rajoy. De los dos primeros no tiene interés hablar. De Rajoy, sí. Nadie puede negar que, después de Adolfo Suárez, ha sido el presidente que ha encarado crisis más devastadoras. El rescate económico de España, el descrédito (y abdicación) de la Monarquía y la proclamación de la independencia de Cataluña son ese tipo de asuntos que pueden hacer del político del presente la figura histórica del mañana. Del primer asunto Rajoy salió con bien, gracias a su sensata capacidad de obediencia. Del segundo también, aunque le ayudó un Rey que, como le ocurrió a su padre, ha estado por encima de las expectativas. En el tercero ha fracasado y la razón originaria ha sido su incredulidad. Rajoy siempre creyó que el separatismo frenaría al borde del acantilado. No fue así. Saltó y todos con él. Un análisis frío y tajante de la situación, que no se hubiera dejado llevar por la viscosidad catalana (alguien, yo mismo, tendría que empezar a escribir Viscosos ilustres, a la manera de Lytton Strachey: Luis Conde, Antón Costas, Enric Juliana, López Burniol, Gay de Montellà tendrían retrato asegurado en la galería), habría sabido aventurar su gravedad y tal vez habría contribuido a limitarla. Estoy dispuesto a aceptar, cual viscoso, que si en las largas vísperas del 9 de noviembre de 2014 Rajoy hubiera intervenido drásticamente en Cataluña, como le exigía lo mejor del constitucionalismo español, todo habría empeorado menos la estatura política del presidente. La crecida, fruto de un relato desacomplejado y de una acción ejecutiva proporcionada pero consistente, le habría asegurado una sólida mayoría parlamentaria. Y con esa actitud y esa mayoría la innoble parálisis degradante que arrastra a la política española no se habría producido. Y no se habría dado, por tanto, la culminación que ha supuesto el caso Cifuentes, esos dos dedos de grasa podrida (aunque, como Chicho Sánchez Ferlosio, Rajoy a lo podrido lo llama pocho) que han desbordado el vaso. Porque lo peor del caso Cifuentes no es que la presidenta y la Universidad Rey Juan Carlos participaran en comandita en una estafa. Ni las mentiras de una y otros. Ni los histéricos movimientos de políticos tratando de borrar esta semana viejas huellas de sus patéticas vanidades curriculares. La novedad, algo brutal, es que Rajoy, en su protección a la presidenta Cifuentes y sometido ya por completo a la parálisis, haya dicho a la sociedad española que la verdad ni le importa ni le emplaza. Por mucho que quieran buscarse antecedentes de su actitud –en el caso Bárcenas, por ejemplo–, los antecedentes no existen. Llamativamente, lo más parecido a ese desprecio de la verdad no está en Rajoy sino en las antípodas de su proyecto político: solo la larga luna de miel del partido Podemos con los medios explica que otra vieja estafa, como la acordada entre Errejón y un profesor de la Universidad de Málaga, no le impida ser el candidato del partido a la comunidad de Madrid.

Y es, justamente, por el caso de Madrid por donde Ciudadanos debería haber empezado a gobernar. Lo primero, poniendo a la verdad en su lugar y no enmascarándola con la tinta del calamar de una comisión de investigación. Leídas las acusaciones, examinados los documentos y oídas las explicaciones de la presidenta, hace días que está claro que una de las cláusulas del pacto de investidura que Ciudadanos alcanzó con el Pp está roto. Gobernar es que Cifuentes se vaya. Lo que debe dar vértigo es incluir determinadas condiciones en los pactos, no ejecutarlas. Quién vaya a sustituir a Cifuentes, y bajo qué condiciones, es otro asunto: también esa negociación será en su momento un acto de gobierno.

Sin embargo, la clave del gobierno, ¡al sol y no en la sombra!, de Ciudadanos es Cataluña. Y donde resultan más inquietantes sus pasividades. Por ejemplo la de haber renunciado a que la vencedora en las elecciones, Inés Arrimadas, expusiera en la tribuna del parlamento su programa político. Un acto de gobierno no para el hoy sino para el mañana. Un programa político para Cataluña e inexorablemente, como fruto de una excepcionalísima situación, para el conjunto de los españoles. La pasividad, también, de haber dejado en manos de Sociedad Civil Catalana el papel de agente movilizador de la mitad constitucionalista de Cataluña. Los partidos tienen que estar en las instituciones y en la calle con voz propia, sobre todo en las condiciones de urgencia civil que atraviesa Cataluña. Y las asociaciones, mientras tanto, que organicen simposios transversales, donde mejor pueda celebrarse la densidad intelectual de mensajes como el que dejó caer desde la tribuna pública una oradora de la última y fracasada manifestación de Scc: «Basta de jugar a quién la tiene más larga», siendo los equidistantes mesurados el presidente de un Estado democrático y un prófugo de la Justicia. Y no es tampoco Scc, por último ejemplo, la que debe liderar la repulsa política que merecen los putrefactos sindicatos catalanes por su alianza, meramente clientelar, con el separatismo. Scc es la máscara con que socialistas y populares puedan sacar al exterior su desahuciada cabeza. En la intemperie catalana solo Ciudadanos puede ir a cara descubierta. Y él es el único que puede y debe decirle a los ciudadanos la desagradable verdad: que a Cataluña le espera un largo invierno, el largo invierno del 155, a menos que los dirigentes nacionalistas vuelvan a la negociación y al pacto, es decir, a la viscosidad, porque la viscosidad es la única fuerza que puede ejercer el separatismo.

Por último. Ya caducó criticar a Dastis, mi favorito. Es hora de enviarle a escribir sus memorias diplomáticas, que serán ingrávidas y gentiles como pompa de jabón. ¿Qué hacen todavía en casa los hombres y mujeres de Cs, macerados en la crítica de un gobierno meramente espectral y corriendo el riesgo de macerarse con él? ¿Cómo es posible que las cancillerías, que los medios de comunicación, que las instituciones, que los poderes económicos, que la opinión pública europea tengan tan vaga noticia de un partido que puede gobernar España dentro de algunos meses, siempre que realmente lo quiera, siempre que medite sobre aquel adagio tremendo de Josep Tarradellas, pronunciado la primera noche electoral de la autonomía catalana: «Esta noche en Cataluña hay dos hombres que no duermen, uno Jordi Pujol, pensando que mañana puede no ser presidente, y otro Joan Reventós pensando que puede serlo?».

En España ya no puede haber oposición. La oposición requiere gobierno. Si Cs se empeña en no gobernar con la simpleza de que no tiene el poder para hacerlo, es que no ha comprendido la profundidad de la crisis española ni los mecanismos de relevo en las sociedades democráticas ni las especiales y azarosas, pero inesquivables, circunstancias que hacen de él la única esperanza política de cualquier español razonable.

Y tú, sigue ciega tu camino.

A.