IGNACIO CAMACHO-ABC

Corbyn, Sánchez, Mélenchon, Iglesias… y Le Pen han protestado. Contra el gas sarín, su receta mágica es el diálogo

ANTES de que Obama se retractase de su anunciada intervención militar, en Siria había un malo oficial llamado Bashar al Assad, un villano de reconocimiento unánime. A partir de aquel literal gatillazo con que el entonces presidente americano decidió honrar su Nobel de la Paz, el papel de malvado lo representan en el escenario sirio varios actores de perfil no menos inquietante: el propio dictador, una heterogénea oposición infiltrada de terrorismo islamista, el Daesh, Irán y, finalmente, un Putin decidido a fijar en una suerte de protectorado sus intereses zonales. En esas condiciones, las potencias democráticas de Occidente no logran identificar un aliado al que respaldar ni un mal menor al que agarrarse. La irrupción de Trump, siempre estrambótico e imprevisible, no tranquiliza a nadie pero al menos esta vez los Estados Unidos han logrado un cierto consenso internacional contra una tiranía que al gasear a la población civil impide cualquier posibilidad de apoyo razonable.

El bombardeo de la madrugada del sábado ha sido de carácter limitado, contenido, casi simbólico, retórico en términos políticos y quirúrgico según las metáforas militares. Un «ataquito», entre comillas porque tratándose de misiles no conviene frivolizar con sus consecuencias ni su alcance. El Pentágono es más prudente que Trump a la hora de diseñar sus operaciones, y Gran Bretaña y Francia deseaban modular su implicación sin sobrepasarse. Han enseñado los dientes para mostrar que el uso de armas químicas es intolerable, pero el amparo de Rusia a Al Assad constituye una especie de frontera estratégica que no puede sobrepasar ningún ataque. Por mucho que a Trump le guste fanfarronear –y necesite desmarcarse de sus connivencias electorales con el régimen de Putin–, a Europa no le apetece tensar demasiado la cuerda de la hostilidad contra el autócrata ruso y éste lo sabe.

He aquí, sin embargo, que la izquierda occidental ha procedido a rasgarse con solemnidad sus ya descosidas vestiduras en uno de sus habituales ejercicios farisaicos. Los Corbyn, Sánchez, Mélenchon o Iglesias de turno –y en Francia también Le Pen, qué coincidencia– han salido a protestar en tono airado. Nuestro líder socialdemócrata, en una breve pausa del acoso a Cifuentes, ha apelado al exquisito mantra poszapaterista de «una solución política» a través del diálogo. Esclarecida y novedosa propuesta que debe de haber conmovido a los contendientes de la gran carnicería, los que envenenan a niños con gas sarín o decoran las carreteras con enemigos crucificados. Es así de fácil: todo consiste en sentar en una mesa al sátrapa Assad, sus adversarios internos, los ayatolás iraníes y los terroristas islámicos, más observadores de la UE y de la ONU, rusos, israelíes y americanos. Y esperar que entre todos logren un acuerdo de paz estable… si mientras queda en Siria alguien vivo para disfrutarlo.