• Importante hito en el desgaste del régimen de Franco, a pesar de que el objetivo que se pretendía tardó quince años en alcanzarse

Durante esta semana se cumplieron los 60 años de una reunión de políticos españoles antifranquistas que ha pasado a la historia con el nombre de «El contubernio de Múnich». Fue un importante hito en el desgaste del régimen de Franco, a pesar de que el objetivo que se pretendía tardó quince años en alcanzarse, años que se hicieron eternos. Sin embargo, a principios de los años sesenta, la debilidad del franquismo comenzaba a manifestarse claramente. 

Por un lado, la transformación que supuso el Plan de Estabilización de 1959 —pasar, sin vuelta a atrás, de una economía cerrada y autárquica a una liberal y abierta al exterior— fue el germen de un proceso de cambio social imparable: migraciones campo-ciudad y salida de trabajadores españoles a los países europeos con el consiguiente retorno de divisas; crecimiento de las inversiones extranjeras por la confianza que suscitaba el nuevo sistema económico español; aumento exponencial del turismo, especialmente en la costa mediterránea; nueva cultura empresarial y creación de comisiones obreras con fuerte impacto sindical en las grandes empresas. 

En definitiva, una nueva estructura social, marcada por una ampliación de la clase media, con el Seat 600 como símbolo. Cierto que esta evolución empezó unos años antes, en los primeros años cincuenta, pero la situación estaba financieramente estrangulada y el Plan de Estabilización aceleró el proceso con una rapidez inusitada. Además, también contribuyeron otros factores como el crecimiento demográfico, la prosperidad europea y mundial, los cambios en la Iglesia Católica, una profunda transformación cultural, los movimientos estudiantiles y obreros, así como la creciente influencia de la cultura democrática y de izquierdas en la opinión pública.

Ante todos estos factores, algunas instituciones del Régimen empezaron a corroerse por dentro. Pongo un ejemplo. En octubre de 1960 comencé la carrera de Derecho. En pleno franquismo, se presuponía que el sindicato único de los estudiantes (SEU) estaba dirigido por personas adictas. A las dos semanas de empezar el curso, un profesor nos dijo que en la siguiente clase unos dirigentes del SEU en la Facultad nos informarían del funcionamiento del sindicato.

Subieron a la tarima del profesor cuatro jóvenes estudiantes de la Facultad, entonces para mí desconocidos: Manuel Castells, Jorge Borja, Miguel Roca Junyent y José Antonio Roig, este último delegado entonces de la misma. Nos explicaron los mecanismos de representación y el funcionamiento de la Cámara de Facultad, así como el de los demás cargos. Pues bien, estos sindicalistas, presuntamente franquistas, pertenecían respectivamente a los siguientes partidos, todos clandestinos e ilegales: el FOC (FLP en Cataluña), el PSUC (PCE en Cataluña), UDC (demócratas cristianos catalanes) y FNC (nacionalista independentista).

De sus adscripciones políticas me enteré por supuesto después. Tres de ellos han sido conocidos políticos: Manuel Castells, ministro de Universidades hasta hace unos meses; Miquel Roca, el mismísimo Roca Junyent, no hace falta añadir más; Jordi Borja, el especialista de mayor influencia en la reforma de los municipios durante los comienzos de la democracia; de J. A. Roig se me perdió la pista, pero era el hermano mayor de la conocida escritora Montserrat Roig. ¿El delegado del SEU en la Facultad de Derecho de Barcelona pertenecía a un partido independentista catalán en 1960? Exactamente.

No creo que todas las instituciones franquistas estuvieran tan carcomidas por dentro ni mucho menos, pero empezaban a estar con mucho menos empuje ideológico, con funcionarios burocratizados y poco ideologizados, más escépticos y más pendientes de la prosperidad económica de su familia que de la imaginaria revolución nacional-sindicalista. Comisiones Obreras, fundada en 1964, también utilizó como procedimiento de acción sindical la introducción de sus afiliados en los sindicatos verticales.

Pero también es cierto que las instituciones políticas estaban incólumes: la Cortes Españolas, el Consejo Nacional del Movimiento, el Consejo de Ministros, las Fuerzas Armadas y la Policía —estas dos últimas con algún reparo— eran adictas incondicionales al Régimen, es decir, a Franco. Hubo algunos intentos de cambio —la Ley Orgánica del Estado en 1967— pero en lo fundamental todo siguió igual. Sin embargo, algunas fuerzas de oposición, aunque fueran pequeños grupos y personalidades aisladas, empezaron a organizarse para intentar el cambio a la democracia. 

Hasta entonces, hasta comienzos de los sesenta, solo actuaba como elemento de oposición interior el PCE, en el exterior aún sobrevivían lánguidamente antiguos partidos de exiliados. Pero a partir de 1956, el marco se fue ampliando, el PCE adoptó la política de «reconciliación nacional», la unidad de todas las fuerzas antifranquista, para superar el todavía vivo enconamiento de la guerra civil. Es emocionante leer aquel manifiesto de jóvenes antifranquistas de la Universidad de Madrid que empezaba de forma reveladora: «Nosotros, hijos de vencedores y vencidos, …». La superación del guerracivilismo comenzaba: ya no más vencedores y vencidos.

¿Qué sentido tuvo la reunión de Múnich dentro de este panorama? Múnich dio más importancia a los partidos antifranquistas del interior que a los del exilio (los primeros sumaban 80 y los segundos 38) y, por primera vez, ambos sectores se pusieron fácilmente de acuerdo en firmar una declaración conjunta que suscribía todos los aspectos de cualquier democracia europea: representación política, derechos fundamentales, libertad de partidos políticos, elecciones libres y pluralismo territorial. Excepto el PCE, allí estaban representadas todas las tendencias democráticas: monárquicos, liberales (Satrústegui), socialistas (Llopis), democristianos en sus dos vertientes (Gil Robles y Félix Pons), socialdemócratas (Ridruejo), liberales (Salvador de Madariaga, que presidió la reunión), nacionalistas vascos y catalanes y algunos clérigos no afectos al nacionalcatolicismo. Incluso estuvieron como observadores, sin voz ni voto, dos miembros del PCE (Tomás García y Francesc Vicens). Un auténtico contubernio. 

La reunión tuvo mucha resonancia, además, porque se celebraba en el contexto de un Congreso del Movimiento Europeo, entonces una entidad influyente fundada tras el Congreso europeo de La Haya de 1948. Además, para que los representantes del interior tuvieran una coartada —que no les sirvió de nada— la declaración se formuló no como un programa político para España sino como las necesarias condiciones previas para poder entrar en la CEE (hoy Unión Europea), dado que en el mes de febrero anterior España había pedido oficialmente la entrada en esta institución. Por tanto, con gran inteligencia política, los allí convocados establecieron un programa común, advirtieron a las autoridades europeas que España no podía adherirse si no cambiaba radicalmente sus instituciones políticas y, por último, reconciliaba a partidos políticos hasta entonces enfrentados en su política de oposición a Franco.

La reacción de las autoridades españolas fue inmediata: Franco declaró el estado de excepción, suspendió el derecho de residencia y muchos de los representantes del interior fueron a su vuelta deportados a Fuerteventura. Pero el triunfo moral, ante muchos españoles y ante las instituciones europeas, fue de los 118 españoles reunidos en Múnich y de los partidos y tendencias que representaban. Comenzó una nueva época en el antifranquismo. Por debajo, los cambios económicos, sociales y culturales de los que hablábamos al principio, estaban haciendo su labor de zapa. Por encima, los líderes y tendencias democráticas empezaron —sobre todo a partir de la Ley de Prensa en 1966— a ser conocidos por los españoles con el fin de que estos escogieran. 

Es cierto que Franco murió en la cama, tan cierto como que constituye un baldón para la oposición democrática. Pero también es cierto que se llegó a la época de la Transición con un país transformado por muchas de las razones estructurales de fondo, pero también porque la oposición democrática había ido aflorando a la superficie, con actos y reuniones como la de Múnich, en medio, y en contra, de una dictadura. Así, esta oposición se fue ganando la confianza de muchos españoles.

 

Tras la muerte de Franco, desaparecieron súbitamente los franquistas. Fuera verdad o no, la inmensa mayoría se declararon demócratas de uno u otro signo. Las elecciones del 15 de junio de 1977 así lo constataron.