NICOLÁS REDONDO TERREROS – EL MUNDO – 03/09/15
· Son muchos los responsables de la trampa del 27-S: desde luego Artur Mas, pero también quienes no defendimos la España democrática en Cataluña, o los que no denunciaron la política educativa de la Generalitat.
El ex presidente Felipe González publicó hace unos días, utilizando el diario El País, una carta dirigida a todos los catalanes en estos momentos en los que se juegan tanto por la irresponsabilidad de los dirigentes independentistas. Tuve interés en ver lo que sucedía en las redes sociales, terreno que no suelo frecuentar por higiene mental, y si en alguna ocasión lo hago me revisto de recelo y precaución, debido a que en las utilizadas por la generalidad, no es posible la discusión y favorecen los linchamientos a quienes no piensan igual; sustraigo por supuesto de esta negativa impresión a blogs solventes en los que se puede debatir seriamente sobre cuestiones diversas. El caso es que después de navegar por las redes sociales no pude encontrar un argumento sólido en contra de la carta del ex presidente, pero sí pude comprobar el daño que había hecho a los independentistas por la multitud de descalificaciones que sufrió el autor de la misma. Ya saben, cuanto más se utiliza la descalificación, menos razones y más miedo tiene su autor.
Por otro lado detractores de la carta, ubicados en el ámbito constitucional, le han hecho notar la contradicción entre su posición y las dudas del PSC, la posición equidistante de la dirección actual del PSOE entre los independentistas y el Gobierno de Rajoy y también han echado en falta una crítica a su pasado pactista con Pujol. Pero la carta, pudiendo tener otros contenidos, es la de un ex presidente, no la de un militante de base del Partido Socialista. Se trataba de poner a los independentistas ante el espejo de su irresponsabilidad, no era una carta sobre su gestión durante sus mandatos presidenciales. Decía Sócrates: «Supongo, Gorgias, que tú también tienes la experiencia de numerosas discusiones y que has observado en ellas que difícilmente consiguen los interlocutores precisar el objeto sobre el que dialogan», en este caso se trata de un debate sobre las consecuencias que tendrán las próximas elecciones autonómicas catalanas utilizadas por una amalgama de aventureros independentistas para satisfacer sus intereses. Todo lo demás referido al pasado de Felipe tendrá su tiempo, que no es el que estamos viviendo, y su lugar; probablemente el más ajustado se encuentra ya en las secciones de historia de las universidades.
En cualquier caso, el mejor ejemplo del acierto del ex presidente del Gobierno ha sido la furibunda reacción de sus adversarios. Su influencia ha sido utilizada correctamente y no se le puede pedir más. Pero los que no tenemos esa influencia y por lo tanto tenemos una responsabilidad menor en todo lo que está sucediendo en Cataluña o lo que teníamos que decir ya lo dijimos hace tiempo, podemos adentrarnos en otros terrenos que son importantes, tal vez de mayor alcance que unas elecciones autonómicas pero que sin embargo hoy por hoy no son urgentes.
La reacción de los que consideran a González un enemigo, como antes consideraron a tantos otros que nos atrevimos a discrepar de la opinión dominante sobre Cataluña, me ha llevado a pensar en la minoría de catalanes que han tenido durante estos últimos años la valentía poco común de oponerse a la política de Pujol, de expresar su desilusión con la de Maragall o de hacer público su bochorno con el pacto de Montilla con ERC, error reconocido hace unos días por Carme Chacón; minoría que fue silenciada en su tierra y descalificada por amplios sectores en el resto de España. ¿Cómo han vivido durante estos años estos amigos intelectuales, políticos, artistas, o simplemente ciudadanos con un valor superior a la media? En Cataluña han sido tratados como personajes atrabiliarios en el mejor de los casos o como peligrosos desestabilizadores de la idílica democracia catalana; en Madrid eran calificados sencillamente de fachas o de españolistas sin remedio, en fin lo peor de lo peor. Siempre recordaré el griterío a las espaldas de Albert Rivera mientras era entrevistado en plena calle por un canal de televisión privado de ámbito nacional; fue el mejor ejemplo del enfurecimiento enloquecido de las masas, injusta chusma enardecida, ante un enemigo desposeído para ellos de todos los derechos propios de un ciudadano.
De esa minoría, unos se aburrieron de un ambiente plomizo que escondía el autoritarismo populista vestido de mediocridad, y se marcharon; otros, desilusionados por la escasa reacción de una ciudadanía prisionera de un nacionalismo que aparentaba civilidad, también pusieron tierra por medio; no pocos siguieron con cabezonería, intentándolo una y otra vez, siempre rodeados de silencio e incomprensión, y allí han seguido luchando en soledad. Pero todos, los que se quedaron y los que se fueron, siempre dispuestos a dar una nueva batalla, convencidos de tener razón y por lo tanto de poder ver cómo se da la vuelta a la situación.
Los vascos que padecimos una situación parecida, agravada por la posibilidad real de perder la vida y la seguridad de haber perdido la libertad, teníamos por lo menos el reconocimiento al valor. El reconocimiento del valor no es nunca suficiente para la gente inteligente, y éstos a los que aquí recuerdo lo son y mucho, pero al fin y al cabo algo era algo. Los disidentes catalanes ni siquiera han tenido eso.
Justamente esa cobarde irresponsabilidad es la que me han recordado las reacciones contra la carta de Felipe González. Siempre se llega a una situación social imposible cuando los dirigentes políticos no son capaces por cobardía o comodidad de defender principios y reglas del juego. El 27 de septiembre tiene muchos responsables. Desde luego, en primer lugar, Artur Mas y los suyos, pero también somos responsables los que no defendimos la España democrática en Cataluña, los que no denunciaron la política educativa de la Generalitat, los que renunciaron a responder a los exabruptos de los nacionalistas por comodidad o por complejo, los que miraron a otro lado cuando se quemaban las imágenes del Rey o se silbaban los símbolos democráticos de la nación, los que asentían ante la grandilocuencia entrecortada de algunos líderes políticos o de opinión catalanes, siempre dispuestos a vender la idea de que la culpa era de Madrid, travestido para ellos de alpargata, pandereta, vagancia y picaresca. ¡Cuánto cálculo miope, cuánto miedo a la reacción clerical de un grupo que dominaba con mano de hierro la sociedad catalana y que algunos en el resto de España siempre creyeron legítimamente acreedor y, lo que es peor, adornado de una superioridad que sólo la ignorancia les prestaba! Y se nos olvidó que lo que no se defiende, siempre se pierde.
Hoy, en un momento crucial, en el que nos vemos obligados por su irresponsabilidad y nuestra comodidad a confrontarnos electoralmente como si nuestra vida dependiera del resultado, característica de sociedades inmaduras, no puedo dejar de sentirme orgulloso de estar con los que siempre defendieron la democracia sin adjetivos, la libertad individual y el derecho a discrepar sin necesidad de convertirse en héroes. Sé que estoy con los que han tenido la razón y el nervio moral para defenderla, sé que estoy con el futuro de Cataluña y de España, que renunciaron a la vez y con gesto manifiesto a lo peor de nuestra historia.
Todo lo que hagamos, desde los puntos de vista ideológicos más diferentes para ganar a los que nos devuelven las estantiguas de nuestro pasado, debe ser bien recibido pero con un matiz fundamental: no equivocar los tiempos y las pretensiones de los independentistas. Ellos han considerado, equivocadamente a mi juicio, que la debilidad del Estado –crisis económica, política e institucional, recordemos la abdicación de Rey Juan Carlos en esta legislatura– les ofrecía la mejor oportunidad para conseguir sus objetivos a través de las elecciones-trampa del 27S. Paradójicamente su apuesta electoral impide a los catalanes elegir con normalidad en estas próximas elecciones autonómicas; y en ese sentido recuerdo un pasaje del Libro XXXI de Tito Livio: «vosotros pensáis que lo que se trata es si se ha de hacer la guerra o no; y no es así. Lo que se trata es si esperáis al enemigo en Italia, o si iréis a combatirlo en Macedonia, porque Filipo no os permite escoger la paz».
Por lo tanto se trata de obtener un resultado que impida a los independentistas llevar a cabo su pretensión o, en caso contrario, las tensiones y los conflictos se prolongarán en Cataluña durante mucho tiempo. Hasta para negociar es imprescindible ganar las elecciones, si se pierden no habrá diálogo, ni negociación, ni serán posibles los pactos. En fin, lo que es justo reconocer es que hagamos lo que hagamos, los primeros en alertarnos de lo que iba a suceder son todos aquellos hombres y mujeres a los que llevo refiriéndome a lo largo de todo este artículo y a los que mando un fuerte abrazo. Yo, amigos catalanes, estaré para lo que me digáis.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.