- Es tan grave el momento que me permito hacer una pregunta con la ingenua pretensión de que sea recogida por alguien
El divorcio reinante entre la realidad y las moquetas oficiales es enorme. Casi insalvable, diría, porque los que mandan no tienen la menor intención de escuchar lo que gritan quienes pagan sus sueldazos. Son como aquel albañil que, cayendo desde un décimo pispo al ir por el quinto musitaba “Que dure, Dios mío, que dure”. Saben que a ellos también les pasarán factura su incompetencia, sus mentiras y sus excusas baratas. Pero mientras dure, todo irá bien, se dicen a sí mismos. En cambio, la sociedad que ya se ha estampado contra el asfalto de la crisis solo espera ver como los proceres siguen el mismo destino. La schadenfreude es alemana, pero podría haber sido acuñada aquí. Ahora bien, ¿qué ganamos con ver a Sánchez aplastado por la rueda de la historia? Nada, salvo la satisfacción de comprobar como la némesis que envían los dioses como castigo a los mortales soberbios se cumple. Pero si bien Sánchez es el problema principal de la política española, no es el auténtico causante de lo que pasa. El origen es estructural y viene de la Constitución de 1978, redactada con el mismo buenismo que la de Cádiz, que en su artículo 12 aseguraba que la Nación estaba protegida por leyes sabias y justas. Puro ejercicio panglosiano.
Nuestra Carta Magna nació herida al consagrar las diferencias territoriales que debían, por fuerza, ahondar en las desigualdades entre españoles, conculcando el principal objetivo de cualquier legislación democrática, a saber, que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos y los mismos deberes. Al considerar como legítimos los viejos y feudales derechos vascos, aceptar como buena la entelequia esquizoide y racista de Sabino Arana y tragar con la mentira de la Generalidad como hilo conductor de Cataluña a lo largo de la historia, se abrió el melón de la discordia. Y era lógico que así fuese porque ¿a qué ha de tener derechos históricos una parte del territorio nacional y otra no? ¿Qué diferencias radicales existen entre Galicia, Extremadura o La Rioja con Cataluña? Todo el mundo se apuntó al regionalismo, devenido hoy en no pocos casos en nacionalismo parejo al catalán o vascongado. De eso no podía salir nada bueno, salvo un gasto enorme que las arcas del estado no pueden afrontar y la consolidación de una casta de caciques locales que se permiten hacer y deshacer impunemente.
Esa desunión, consolidada por décadas, ha permitido que el edificio se cuartee y esté a punto de desmoronarse. Las grietas se habían hecho tan profundas que no podía ser de otra forma. Siendo así, la pregunta que nace en primera instancia es por qué ningún político, o casi ninguno, se plantea una reorganización de la estructura del estado. La respuesta evidente es porque ahí tienen un caladero de votos clientelistas, de impunidad para practicar el nepotismo secular en nuestra política o la cobertura perfecta para los negocios más torticeros y sucios. Pero voy más allá y digo que, aunque estas razones sean ciertas, hay algo que no puede dejar de ser denunciado. La división de España en estos momentos entre administradores y administrados, nuestra debilidad en la economía, en política internacional o cualquier otro ámbito nace de que no existe una sola voz nacional, sino muchas, abiertamente contradictorias con no pocas que el único fin que persiguen es destruir el país que las acoge. Cuando hablan Macron, Johnson o Draghi sabemos que hablan Francia, Reino Unido o Italia. Cuando habla Sánchez, ¿Quién habla, qué España, toda, hay partes que no, habla por todos, habla por los suyo, habla por nadie?
Divide y vencerás. Por eso quisiera que se me respondiera: ¿quién está interesado en el hundimiento de España?