Ferran Caballero-El Español
  • Noelia Núñez no ha tenido que dimitir por no tener títulos, ni por mentir, sino porque ni siquiera puede acreditar haber sido capaz de acabar una de esas carreras de las que ya nadie debería presumir.

Cabe preguntarse y me pregunto qué lleva a un político, en el panorama actual, a presumir de títulos que no tiene.

¿A quién le importan los títulos universitarios en un país en el que Pedro Sánchez es doctor, y menudo doctor es?

¿Qué título acredita a alguien (y muy especialmente, no nos engañemos, a alguien de la derecha) como un buen político?

¿Qué ciencia, qué conocimiento, qué economía, qué derecho no se ha sometido ya y de la forma más humillante a la ideología más trasnochada?

Y, sin embargo, cabe sospechar y sospecho yo también que nunca como ahora tuvo tanto sentido la titulitis de nuestros políticos. Precisamente porque nunca tuvieron menos importancia los títulos.

Precisamente porque nadie espera ya que un licenciado, graduado, que un máster o un doctor sea alguien que realmente sabe algo de lo que ha estudiado o ha contribuido de forma relevante a su campo.

Nadie espera de un universitario que se haya dedicado a la vida universitaria, a la abnegada búsqueda del conocimiento.

La Universidad y sus títulos ya no van de eso. Y cuanto menos van de eso, cuanto menos miden los títulos el esfuerzo intelectual, el conocimiento, y no digamos ya, la pasión por el conocimiento, que es lo que justifica la mera existencia de la Universidad, más útiles son para el político.

Porque su tarea es toda otra y no tiene nada o casi nada que ver con la búsqueda de la verdad. En el mejor de los casos, se limita a la búsqueda del consenso o de una cierta forma de convivencia más o menos pacífica. Y para ello, normalmente la verdad es más un estorbo que una ayuda.

Por suerte para el político, el título universitario ya no mide el conocimiento ni la pasión por alcanzarlo, sino que mide cosas de gran utilidad para el mercado laboral, para el mundo de los adultos. Que es eso que Josep Pla consideraba una «cosa tan complicada y difícil, imposible de describir, que consiste en ir haciendo».

En eso consiste hoy la Universidad y en eso consiste hoy la vida política, en ir haciendo.

En ir a clase y en ir haciendo o al menos entregando trabajitos como los políticos tienen que ir haciendo leyes y decretos y tuits, a poder ser faltones y virales. Y, sobre todo, en no rendirse antes de tiempo porque resulte que ya no te apasione lo que haces o porque te equivocaste de carrera y tú en realidad lo que querías era ser poeta.

Todo consiste ya en que ningún escrúpulo sobrevenido te impida el seguir trabajando con la constancia y la dedicación justas para que nadie pueda decir que has fracasado.

A ninguna empresa, y los partidos son empresas y además de las grandotas, le interesa lo que has estudiado. Le interesa que hayas estudiado algo y que hayas (y aquí el pecado de Noelia Núñez) sido capaz de acabar los estudios.

Esto, como dice el cínico Caplan, es señal de inteligencia, ética del trabajo y conformidad, que son las características que esperaría un partido político de cualquiera que pretenda ser una de sus jóvenes promesas.

Noelia Núñez no ha tenido que dimitir (ni tendría) por no tener títulos. Ni siquiera, claro está, por mentir. Ha dimitido porque ni siquiera puede acreditar (ante los suyos) haber sido capaz de acabar una de esas carreras (o grados) de las que ya nadie debería presumir.

El PP querrá usar este ejemplo como ejemplo de ejemplaridad. Nada qué hacer. Quizás satisfaga a alguno de sus votantes menos cínicos que crea todavía (y con razón) que no todos son iguales.

Pero si la idea es que el PSOE o los suyos recapaciten y dimitan en masa, de sus cargos o de su voto, no hay esperanza alguna. Tampoco habría motivo.

No ha tardado en salir Óscar Puente a decir que en nada se parece lo suyo, que serán cursillos de verano porque son reales como la mismísima tesis de su amado líder. Que constan en algún registro, que pueden imprimirse y que, en el colmo de la desfachatez, podrían colgar incluso de su despacho ministerial. Al menos el suyo, porque sobre el de Patxi no ha entrado a dar tantas explicaciones.

Pero la diferencia fundamental es que sus títulos ya no acreditan ni ameritan nada. Sus títulos han sido superados con creces por la experiencia. Y ellos, a diferencia de estas jovencitas sin experiencia en el mundo real, ya no tienen que demostrar nada.

Son muchos años ante las cámaras y ante el jefe dejando pruebas constantes de la inteligencia y el servilismo que se requiere para ostentar un cargo como el suyo y para construir una vida, una carrera, una reputación como las suyas.

Ellos ya no tienen nada que demostrar. También aquí, como en casi todos los ámbitos de la vida española, son los jóvenes los que tienen que pasar por tres o cuatro universidades y acreditar un doctorado en Harvard antes de poder ponerse a servir (cafés) en un partido, en el gobierno o en algún pritaneo similar.