Juan Carlos Girauta-ABC

  • Uno tiende a pensar que lo que estigmatiza a sujetos como Francisco Javier Almeida son las cosas que ha hecho

La ley despliega un garantismo que nos parece admirable en favor de imputados, procesados y condenados. Se echa en falta una voluntad igualmente protectora para con la sociedad en general, para con la víctimas efectivas y potenciales, con lo sencillo que es definir los colectivos vulnerables y disponer herramientas de prevención. Sin embargo, resulta excepcional que se imponga alguna forma de cautela o control sobre el que ha cumplido su pena. Una excepción es el Registro Central de Delincuentes Sexuales, que debemos a una directiva europea y al exministro Catalá. Solo que dicho registro no está a disposición de la Policía sino solo de los jueces y las entidades públicas dedicadas a la protección de menores.

La lógica que impregna la legislación penal y la doctrina encuentra sus raíces en el Siglo de las Luces y, en concreto, en el jurista milanés Cesare Beccaria (‘De los delitos y las penas’, 1764), a partir de cuya obra se inicia una campaña ilustrada por la abolición de la pena de muerte y por la proporcionalidad del castigo. No es difícil trazar la trayectoria lineal, intelectual y ética que conduce, desde Beccaria, a la célebre norma de nuestra Constitución según la cual «las penas privativas de libertad (…) estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social».

Estas palabras han abierto dos líneas de interpretación que, a su vez, se corresponden con las dos grandes formas de considerar al ser humano desde la teoría política, la psicología y la filosofía: la del hombre bueno por naturaleza al que la sociedad solo puede malear (visión rousseauniana), y la del hombre lobo para el hombre que logra, gracias a la sociedad, salir del estado de naturaleza, donde la vida es «solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta» (visión hobbesiana).

A la primera línea, la del buen salvaje, la que hoy colorea toda la pedagogía sobre bases sin ningún asiento científico, se añaden las posmodernidades de rigor. Entre ellas, la debida al gran autor Michael Foucault (‘Vigilar y castigar’, 1975), cuya inmensa influencia en las élites académicas occidentales va acompañada de una inesperada asimilación de sus ideas por parte del gran público. Con la particularidad de que ese gran público no lo ha leído, pues es el Foucault recibido en las universidades americanas y devuelto a Europa el que lo impregna.

La posibilidad de que la policía monitorice activamente a pederastas condenados choca con el grueso de la doctrina: se considera, para empezar, que la mera existencia de un registro tal es estigmatizante. Uno tiende a pensar que lo que estigmatiza a sujetos como Francisco Javier Almeida son las cosas que ha hecho. Pero ni las pasadas advertencias del criminal, muy anteriores al crimen de Lardero, abren una brecha en el grueso muro erigido por los seguidores de oídas de Rousseau y Faucault: «Tengo un instinto que no puedo dominar».