La línea de fuga de Carmen Laffón

Ignacio Camacho-ABC

  • Maestra de la luz y la perspectiva, del don velazqueño de fijar el aire y el tiempo en la eternidad del paisaje

Despierte el feminismo de guardia, ‘nessum dorma’, que se ha muerto la pintora más importante del último siglo en España. Más importante no quiere decir sólo la mejor, que lo era de largo, sino la de mayor respeto, la más admirada pese al celo discreto y humilde con que protegió siempre su vida al margen del arte convencida de que sus avatares individuales no importaban a nadie. Carmen Laffón de la Escosura, maestra de la luz y de la perspectiva, del don inefable, velazqueño, de captar el aire y fijar el tiempo en la línea de fuga del paisaje. Sevillana del casco antiguo, hija de médico ilustre e ilustrado, sanluqueña de adopción por amor al milagro natural de La Jara -la Argónida de Caballero Bonald- que durante años estudió hora a hora, minuto a minuto, para tratar de capturar los matices exactos de la belleza en la eternidad inmóvil de un cuadro. Trabajadora de vigor infatigable y perfeccionismo exhaustivo, capaz de seguir el rastro de sus propias obras -más de 1.300 según el último catálogo- para seguir retocándolas con un entusiasmo maniático que asombraba a los coleccionistas privados. Artista de vocación abismal, obsesiva, detallista, implacable, continua, y al mismo tiempo serena, sensible, elegante, contenida, dueña de un sello personal de delicadeza íntima que ocultaba la silenciosa perseverancia con que vivía en perpetuo desafío a los límites de sí misma.

Llamar figurativa a Laffón no deja de ser un cierto esquematismo. Hay algo de abstracto en la veladura de su pincelada, en la horizontalidad difusa, vaporosa, blanca, de sus lienzos de las salinas del Guadalquivir o de los contornos imprecisos de las orillas del río. Había coqueteado en su juventud con la inquietud moderna del grupo de Cuenca, el de Zobel, Millares, Sempere, Palazuelo y la generación de los cincuenta, de cuya tendencia por la abstracción se acabaron despegando Antonio López y ella. Esa impronta del inicio fue evolucionando luego en la construcción de un universo personal virado hacia un realismo limpio de efectismos, depurado desde la sencillez, matizado de pátinas tenues y colores fríos. En realidad, sus lienzos escapan de los adjetivos: son suyos, inconfundibles, característicos, reconocibles por ese toque diferencial, especialísimo, que hemos dado en llamar estilo.

Ha muerto en Sanlúcar, en la misma casa-estudio desde cuya terraza supo captar todas las tonalidades posibles de la luz de Doñana. Formada en París y en Italia, su inspiración era un escenario de raíces clásicas, bético-romanas: Sevilla y Bonanza convertidas en categorías universales por la magia de sus manos y su mirada. Desde ese triángulo mitológico forjó uno de los legados más relevantes de la pintura española contemporánea. Fue una mujer culta, libre, independiente, emancipada. Y teniendo sus obras una cotización muy alta, jamás mercadeó con su prestigio ni necesitó alquilar su alma.