La maniobra es burda. El cambio de la reunión del Consejo de Ministros del viernes al martes no solo tiene el objetivo de ganar visibilidad informativa o propagandística, sino de eliminar en la práctica a la oposición parlamentaria. La sesión de control del Gobierno sirve para fiscalizar al Ejecutivo, claro está, pero también para que los opositores tengan una vía para fabricar su papel de alternativa ante la opinión pública.
El mandato de la ciudadanía, tal y como alega Pedro Sánchez, no alcanza solo a la formación de Gobierno como él dice. Ese mandato también se refiere al ejercicio del control del Ejecutivo, tarea que recae en la oposición, en aquellos que perdieron las elecciones. Es el mecanismo simple pero básico que permite que una democracia liberal mantenga su categoría.
La decisión de Sánchez está en sintonía con el giro autoritario que adoptó en 2018. De hecho, su último discurso de investidura fue una diatriba contra la oposición, a la que tildó de antidemocrática por ser contraria a su proyecto “progresista”. Las palabras duras fueron acompañadas por sus corifeos parlamentarios, que desfilaron por el estrado para insultar al PP, Ciudadanos y Vox.
El gran problema de España, según Sánchez, no es el golpismo, ni el cuestionamiento del orden constitucional, o el fantasma de la desaceleración, sino la oposición
No hubo una verdadera presentación de un programa de gobierno. Lo importante era que hubiera “trincheras”, un ellos y un nosotros, porque como decía el caradura de Sartre, “el infierno son los otros”. Lo mismo ocurrió en la primera rueda de prensa tras la toma de posesión: el gran problema de España no es el golpismo, ni el cuestionamiento del orden constitucional, o el fantasma de la desaceleración, sino la oposición, unos partidos que bloquean su proyecto político y judicial.
Sánchez se ha instalado cómodamente en la mentira y la manipulación, el manejo de los tiempos y silencios, el ajuste de cuentas y el desprecio. Imprimió un caudillismo vengativo en su regreso al PSOE.Manuel Castells, su ahora flamante ministro de Universidades, escribió en La Vanguardia en octubre de 2016 que el “frente anticatalán” había echado al líder. Aquello fue un “golpe de Estado interno –decía- que marca un hito en el proceso de degeneración política del PSOE”, conducido por las “brigadas acorazadas sureñas con amplio apoyo mediático e internacional”. Los barones socialistas que se opusieron a Sánchez eran “caciques meridionales que aún mantienen su poder mediante un clientelismo corrupto”.
El caudillismo que imprimió a su partido tras ganar las primarias le funcionó. Convirtió al PSOE en una máquina a su servicio personal, en una organización cuyo objetivo era satisfacer su ambición. Purgó al partido, despreció su Historia y referentes personales, y ganó. La inspiración cobró materia: un líder, un proyecto, un país.
No solo había un “conflicto político” en Cataluña, sino que había que desjudicializar la política, y politizar la justicia
Ese plan de Sánchez para tomar el poder y no abandonarlo nunca pasa por restar importancia al resto de instituciones democráticas y laminar a la oposición. Por supuesto, comenzó con el Rey, al que, como ya señalamos aquí, menoscaba en sus funciones dignificantes al saltarse el protocolo. Es más; sus socios han acusado a Felipe VI de alinearse con la “derecha fascista”. Siguió con el Senado, a quien quiso anular para saltarse la Ley de Presupuestos. Continuó con el Congreso, gobernando a golpe de decreto-ley.
Quedaba el poder judicial. Sus intenciones quedaron claras en aquellas declaraciones al periodista de RNE: “¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso”. Luego vino la aceptación del lenguaje y propósito independentista: no solo había un “conflicto político” en Cataluña, sino que había que desjudicializar la política, y politizar la justicia.
No es una sorpresa. Echó a Edmundo Bal de la abogacía del Estado porque se negaba a sus componendas con los independentistas, y luego forzó a esta institución a que cambiara en su informe el delito de rebelión por el de sedición, más benigno, y a otro informe sobre la inmunidad de Oriol Junqueras. Ahora coloca como Fiscal General del Estado a Dolores Delgado, que fue reprobada tres veces por el Congreso y el Senado. El motivo avergüenza: allanar las exigencias de los independentistas para cumplir el proyecto personal de Sánchez.
El Poder Judicial se revuelve
Ahora es el turno del CGPJ. El PSOE primero insulta al PP, a quien necesita para tener una mayoría cualificada en el Congreso, le acusa de “bloquear”, y luego quiere imponer sus tiempos y formas. Álvarez de Toledo ha denunciado que el objetivo es controlar el poder judicial, algo que no coincide con Vox, quien, al parecer, está dispuesto a pactar con el PSOE los nombres del CGPJ. PP, Cs y el propio Vox llevaban en su programa la elección de los miembros del Consejo General por los propios jueces, no por los partidos.
La izquierda radical que forma el Gobierno, esa mezcla de socialistas, comunistas y populistas, quiere un poder judicial a su servicio. Pablo Iglesias lo ha dejado claro al decir que los jueces europeos humillan a los españoles, y que hay que cambiarlos para que no vuelva a pasar. El espíritu de tal declaración es una concepción de un poder judicial como juguete del Gobierno, sin independencia, ni imparcialidad ni tampoco profesionalidad. Por eso ha protestado el CGPJ, tanto progresistas como conservadores, y el presidente del Tribunal Supremo. Es un ataque autoritario al Estado de Derecho.
En medio de todo este proceso está la eliminación de la función principal de la oposición en las Cortes: el control del Gobierno. Esta situación no se salva solamente con la unidad de acción de la oposición constitucionalista, sino con una labor de resistencia de las instituciones, incluidas las autonómicas y municipales, y un proyecto alternativo positivo que saque a la gente de la desafección.