El grado mayor de crueldad corrió a cargo de una singular conjura editorial que tuvo la feroz idea de hacer coincidir la presentación de los libros de Sánchez y Sarkozy, lo que implicaba un agravio comparativo digno de algún espíritu entre sádico y burlón. «Mi libro lo he escrito yo desde la primera hasta la última palaba. Yo escribo un libro cuando tengo algo que decir», subrayó el expresidente francés en su intervención en Onda Cero. Aznar y Ayuso acompañaron al dirigente galo en tanto que un bufoncillo menor de la corte de los agradaores colaraos ofició de tiralevitas del líder socialista.
Los guionistas de la factoría de ideas de la Moncloa decidieron homenajear a Camus, y le colocaron a Sánchez una autorreferencia algo hiperbólica en su pedestre monólogo dialogado con el chisgarabís. «Mi historia es un poco la del mito de Sísifo«, deslizó en un momento de la conversa, se supone que por aquello de la humilde supervivencia y la modesta capacidad de superación. Claro, claro, se escuchaba en la primera fila del auditorio, atestada por cuatrocientos mil ministros sin más faena que la de lamerle las medias suelas a su jefe con un empeño que quizás resultaba excesivo. Más serio habría sido que se comparara con Fobos, el hijo de Ares y de Afrodita, que encarna al dios de la huida, de la fuga, del miedo, Sánchez, que pasa por ser un líder audaz entre los audaces, de una virilidad indiscutible, de una reciedumbre incandescente, acumula sin embargo una larga cadena de espantadas más propias del genial Curro (felicidades, maestro, 90) que del arquetipo del heroico luchador que a nada teme y todo lo afronta. En contra de lo que pueda suponerse, Sánchez es un chulángano medroso, un chulapón cobardito, un arrojado de utillería. Siempre que dio un paso al frente, como el reto al aparato en las primarias, la moción contra Rajoy o el adelanto electoral de este julio fue movido por la necesidad e impelido por algunos resortes de su círculo más próximo.
Actuará como un bálsamo sanador no sólo para la epidermis catalana, atravesada de costurones estrellados, sino para el común de la población del resto de España, que respirará aliviado una vez que se haya consumado la gran traición
Su prontuario está cargado de ejemplares defecciones, de deserciones vergonzantes. Este martes eludió personarse en el Congreso para darle la bienvenida al debate sobre la amnistía, iniciativa exigida por los dinamiteros de la Constitución y que, caso de concretarse, pulverizará los cimientos del Estado de derecho y la igualdad entre los españoles. Quiso sin duda rebajar el climax, quitarle importancia al espantoso episodio, diluir el impacto de la afrenta. Sin duda. Pero mientras Abascal le deseaba ‘un juicio justo’, su escaño, como el de la bancada azul casi al completo, aparecía vacío. Ese detalle, en política, se traduce por defección.
Los portavoces de la causa sanchista argumentan que darle la razón a los golpistas, aliviarles de sus responsabilidades penales y arrebatársela a los jueces que sentenciaron, a los parlamentarios que aprobaron y a los gobiernos que impulsaron las leyes ahora cuestionadas, actuará como un bálsamo sanador no sólo para la epidermis catalana, atravesada de costurones estrellados, sino para el común de la población del resto de España, que respirará aliviado una vez que se haya consumado la gran traición.
Argumentaba Sánchez que ya se aprecian estos benéficos efectos de la admirable medida de gracia al comprobar las cifras de ocupación hotelera en Barcelona durante el largo puente de la Inmaculada. El argumento resulta a todas luces estrambótico, indigerible salvo para aquellos que ya cobran del presupuesto o esperan hacerlo. Primero, porque sustentar la medida más diabólica, divisiva, frentista y sectaria de cuantas ha consumado la banda de Frankenstein en unas cifras del sector hostelero suena a rechifla. Y segundo, porque es difícil percibir ya los maravillosos efectos de una norma que ni siquiera ha sido aún aprobada. Así funciona el gran mangante.
La sesión más triste
No acudió ala cita en el Hemiciclo el gran caudillo de la cusa del progreso. Desde su Gabinete arguyeron excusas ramplonas para excusar su caída de cartel. El Rey de Jordania se moría por verlo. Y debía viajar a Bruselas para comparecer allí al día siguiente. Es decir, se borró. El temerario legionario se escabulló del compromiso. Como en el Cervantes por temor a los pitos en pleno estallido callejero del chapote. Como en campaña cuando suspendió su gira por treinta plazas españolas. Como en la votación del sí es sí, que se ocultó en Doñana. Como en los plenos parlamentarios sobre Venezuela y la prórroga del estado de alarma. Como en la investidura de Feijóo que remitió al estrado a un mediocre mamporrero. Como en pandemia, que no visitó a un enfermo y ni un solo hospital.
El ilustre cobardón tampoco compareció este martes en el Congreso. Remitió esta vez a otro de sus gañanes, esta vez superlativo. «Vamos a ver, Patxi, ¿usted sabe lo que es una amnistía?», le espetó un afilado Feijóo al tal López, encargado de trastear con lo impotable. En su empeño por ganarse los garbanzos, el vocero socialista embistió con denuedo, en su estilo vocinglero, faltón, brutote, agresivo, bronquista y algo ceporro. Incapaz para la razón, se empeña en embestir y termina por romperse la crisma. Comparecieron también otros ilustres miembros de la cofradía del rebuzno, animalotes, bobales y falsarios, que hacían bueno aquello de Gaziel: «La política es una de las actividades más rudimentarias de España. Es lo más tosco de lo más pobre que contiene el país. Si en lo restante los españoles estuviéramos a la misma altura, probablemente a estas horas todavía andaríamos a gatas». Parece que muchos no se han puesto aún en pie.
El líder del PP calificó la sesión como ‘la más triste y decadente» desde el 23F. Indecente, lacerante, indignante, cabría añadir. La democracia española está a dos pasos del precipicio mientras el presidente tontorrea con su librito apócrifo, sus chascarrillos de mampostería y se afana, ufano, en el desmantelamiento de la nación a cambio de siete malditos escaños.