A vueltas con la religión

EL CORREO 08/06/13
JOSEBA ARREGI

La religión, especialmente el cristianismo, debiera resaltar el aspecto de ofrecimiento humilde, de oferta de servicio a una sociedad que no anda sobrada precisamente de orientaciones de sentido

Puede sorprender que a estas alturas de la historia las sociedades modernas occidentales sigan encontrando problemas con la ubicación de la religión en el espacio público. Y sorprende tanto como lo anterior el hecho de que la culpa exclusiva de los problemas de ubicación de la religión se atribuyan, al menos desde la izquierda progresista, en exclusiva a la propia religión. Atribución más contundente si la religión en cuestión es la cristiana, en especial si es la católica.
Los problemas comienzan con el mismo nombre que define al Estado de derecho en relación a la religión o a las religiones. En los últimos años se ha extendido en España la costumbre de definir esa relación como laicismo: un Estado democrático es un Estado de derecho si es laico, si defiende el laicismo. Se olvida así que el término técnico adecuado en la tradición europea moderna no es el de laicismo, sino el de aconfesionalidad: la obligación que el derecho impone al Estado es el de no tener una confesión concreta, ni privilegiar una Iglesia en concreto, una confesión particular. En EE UU esta definición técnica recibe, aunque también en Europa, el nombre de separación de Iglesia y Estado, pero ninguno de los dos nombres implica que el Estado tenga que ser laico ni defender el laicismo.
Muestra de ello es que en EE UU las referencias religiosas estén presentes en la vida pública, también en la política; muestra de ello es que la última versión de la constitución suiza nombre a Dios, ante el que se acepta la misma, y muestra de ello es que en varias constituciones europeas se encuentre la referencia a la herencia cristiana. Todo esto no está en contradicción con la aconfesionalidad del Estado: éste no puede privilegiar ni al catolicismo frente a las diversas formas de protestantismo, ni a todas ellas frente al agnosticismo, ni a éste frente a las otras. Sería importante recuperar este concepto de aconfesionalidad frente al laicismo que no deja de ser otra confesión más.
Es preciso traer a la memoria la razón que sustenta la exigencia de aconfesionalidad del Estado: crear un marco legal, un espacio púbico en el que la libertad de conciencia quede garantizada, pues para ser ciudadano de derechos no hace falta ser católico, ni protestante, ni reformado, ni agnóstico, ni ateo. De la misma forma que para ser sujeto de derechos ciudadanos no se puede exigir compartir una determinada identidad, ni una cultura, ni, llevado al extremo, una determinada lengua.
En este marco llama la atención la virulencia de los ataques a la religión en el debate de la propuesta de nueva ley de educación y en la nueva regulación del aborto en la que trabaja el Gobierno. Es bastante claro que alguien pueda opinar que lo que opina el ministro Gallardón sobre el aborto son opiniones privadas que no tienen lugar en el espacio público. Lo que no está tan claro es que quien opina así y defiende lo contrario que el ministro Gallardón pueda pretender que sus opiniones sean objetivas y con derecho a ser impuestas a todos. ¿Cómo se construyen normas universalizables en el entorno de una cultura moderna que ha renunciado, y con razón, a la fundamentación metafísica de las mismas? No desde luego sobre el principio de la mayoría renunciando a un consenso más amplio.
Algunos se apresuran a presentar el argumento de la ciencia. ¿Pero puede la ciencia asumir, sin poner en riesgo su propia definición, la función sustitutoria de la religión y de la metafísica? Un buen entendimiento de la ciencia diría que en ningún caso, pues de otra forma la ciencia se convertiría en fe en la ciencia, en cientifismo barato, mal sustituto de la fe. Algunas contraposiciones que se han podido leer y escuchar en los debates recientes en torno a estos dos temas provienen básicamente de esta fe ciega en la ciencia que destruye todo espíritu científico.
Si la pregunta que se ha planteado antes, cómo se construyen en las sociedades modernas valores universalizables habiendo renunciado a su fundamentación en la religión o en la metafísica –y renunciando también, como es obligado, a convertir la ciencia en metafísica y así destruirla–, es correcta, también es preciso plantear cómo se procede a educar en valores en la escuela en esas condiciones. La respuesta, por un lado, es sencilla: el valor principal es el de la duda, la escuela debe educar en el valor de la duda, que es el valor fundamental de la ciencia. Pero se puede preguntar aún más, de la mano de Habermas: ¿de dónde extraen los ciudadanos el capital sentimental para pasar de la duda radical a la acción de compromiso cívico y no caer en el cinismo?
No estaría mal que todos los participantes en estos debates compartieran estas preocupaciones. Tanto al progresismo arreligioso aplicado a la escuela como a los defensores de los derechos de la religión a estar presente en condiciones en la escuela les vendría bien un reconocimiento humilde de sus insuficiencias. Ni una educación exenta de la presencia de la religión puede mostrar frutos de haber sabido afrontar una buena educación en valores ciudadanos y aconfesionales, ni la educación religiosa puede basar la transmisión de sus valores específicos si lo que más resalta de su posición es el recurso a un derecho que viene, en la Europa continental, de una cultura que lo ha tenido que conquistar contra ella.
La religión, especialmente el cristianismo, debiera resaltar el aspecto de ofrecimiento humilde, de oferta de servicio a una sociedad que no anda sobrada precisamente de orientaciones de sentido. Y el progresismo arreligioso debiera tener la humildad de reconocer que la fundamentación de una educación en valores sin recurso ni a la religión ni a la metafísica es todo menos fácil y sencilla, y que lo peor que puede hacer es transformar a la ciencia en un travestí de sí misma.