A zurriagazos con la democracia

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 17/07/14

Manuel Montero
Manuel Montero

· El latiguillo por excelencia no aparece como un lugar para la convivencia, sino como propiedad de la secta para afear la conducta al contrario y castigar al prójimo.

No es de los mecanismos más estimulantes de la vida pública española. Nuestros partidos tienen tendencia a adjudicarse el monopolio de las esencias democráticas, negárselas a los demás y atribuirse una especie de pureza democrática (que encarnan ellos) como argumento último para defender cualquier posición de partido. La apariencia de debate –la exposición paralela de posiciones propias– adquiere así un aire evanescente. Cualquier avatar cotidiano, pegado al suelo, se trasmuta en regañina que menciona grandes valores filosófico-políticos. La defensa de una subvención, de un trazado del AVE o su misma construcción, incluso la pertinencia de fijar o no horarios comerciales, devienen en apelaciones a la democracia como razón final, incluso única. Gusta más asegurar que la propuesta de uno representa valores trascendentales que argumentarla de forma articulada.

«Rajoy ataca a la esencia de la democracia» con los recortes, son «una agresión sin precedentes», asegura el PSOE andaluz, sin que quepa discutir el alegato, pues se le olvida motivarlo –o por qué los recortes socialistas no eran ataque a la democracia sino defensa–. La esencia de la democracia: asombra la cantidad de veces que aparece en el discurso, habida cuenta el relativismo imperante. «La esencia de la democracia» no se le iba de la boca a Zapatero, aunque, etéreo, nunca consiguió ponerse de acuerdo consigo mismo sobre en qué consiste. Unas veces la esencia de la democracia eran los medios de comunicación libres, otra la aceptabilidad (sic) de la derrota, en una ocasión lo fue la Constitución, «la esencia de la democracia es la cintura» repitió algunas veces.

«La esencia de la democracia es el respeto a la ley», ha explicado Rajoy, menos dado a dar doctrina. Aún así, también en el PP les gusta coger el rábano por las hojas de los grandes enunciados. González Pons: «el derecho a decidir es la esencia de la democracia, cuando no sea excluyente», asegura, buscando darle la vuelta al argumentario catalán de forma ininteligible. «La esencia de la democracia es la alternancia», repetía Arenas cuando le iba todo en ello. Aguirre aducía otra versión acomodaticia, «la esencia de una democracia es la protección de los discrepantes». Cospedal es de ideario minimalista, pero expuesto en negativo: «Zapatero va contra la esencia de la democracia» dijo en su día; «provocar radicalismos y populismos es contrario a la esencia de la democracia», dice hoy para abroncar a su oposición. Siempre a la contra. A veces confunde la esencia de la democracia y la esencia de la nación, en ambas vertientes sugiriendo una profundidad mental no apta para el común.

En los dos principales partidos constitucionales (si aún vale el término) asombra la facilidad con la que defienden posiciones, a veces de corto alcance, mentando a la democracia como la madre de todas sus querencias partidistas.

De los centrífugos llegan admoniciones apocalípticas. «No tenemos democracia», dicen en IU. Proponen «un nuevo sistema político» que resolverá «los problemas reales de la gente» y choca este latiguillo, procedente del populismo burgués. Necesitamos «!una democracia real». Cuando se adjetiva a la democracia conviene echarse a temblar.

Conviene: Bildu nos promete «una democracia auténtica» (frente a «tanta hipocresía») y dará en «participativa», quizás en asamblearia por herrialdes. Pasan por la democracia con aire altanero. «La democracia española es muy española pero le falta ser democracia», dice la líder, y se nota que «española» le sale peyorativo. Ni le entrará en la cabeza la existencia de una democracia española. Impedir el referéndum catalán es una «barbaridad jurídica y democrática». El «derecho a decidir» –la autodeterminación– es a juicio del nacionalismo, no sólo de Bildu, la esencia de cualquier democracia que se precie. El hecho de que ninguna Constitución democrática lo recoja no hace mella en el argumento, que quizás imagina que aún no hay democracia en el universo mundo, ni la habrá hasta que todas incorporen el derecho a decidir.

Son las cosas que por lo que se ve sacan de quicio a Artur Mas, que no entenderá que no se consagren tan elementales conceptos. De ahí que se afirme con más ahínco: los catalanes tienen «sed de democracia real y de calidad», una novedad conceptual. Él aspira a una «democracia moderna», que al parecer consistirá en la que le de gusto. El PNV es más clásico. ¿Que el PSOE y el PP se niegan a admitir el derecho a decidir? Se debe a que Rajoy y Rubalcaba (antes de dar en ex: de momento los meritorios quieren quitarse el sambenito) tienen «miedo a la democracia». El Estado tiene un «déficit democrático» (Egibar dixit: le gusta el dicho) y al presidente le queda ancha la democracia. Todo se resolverá en cuanto la democracia haga lo que el nacionalismo quiere: diálogo y negociación como esencia democrática. Diálogo, para que el Estado se entere de lo que hay que hacer; negociación, para que acuerde cuándo y cómo.

Podemos es nuevo en la plaza, pero viene ya con su definición taxativa: «No ser siervos de nadie, eso es la democracia», aseguró su líder en el Parlamento Europeo, introduciendo un concepto algo laxo. Ya irán concretando, pues promete.

La democracia ha dado en un latiguillo con el que castigar al prójimo. Sorprende que nunca salga en el discurso como un patrimonio colectivo. No aparece como un lugar para la convivencia, forjado sobre valores compartidos, sino como una propiedad de la secta para afear la conducta al contrario, sospechoso de traidor a la democracia.

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 17/07/14