ABC-IGNACIO CAMACHO

Al guardar las pruebas de la revuelta tumultuaria, el Estado renunció a defender la reputación institucional de España

ESTE artículo no trata del millón de españoles que se escaquean del trabajo cada mañana convirtiendo las bajas laborales en una plaga. Trata de otro absentismo: el de un Gobierno que renunció, no ya a ganar, sino a plantear la batalla de la narrativa publicitaria en la revuelta independentista catalana. Un Gobierno, el de Rajoy, que disponiendo de material audiovisual sobrado para mostrar el acoso a sus guardias, la actitud violenta de masas organizadas y la inhibición voluntaria de los Mozos de Escuadra, permitió que el separatismo impusiera su relato unilateral de la represión autoritaria. Un Gobierno que entregó a los insurrectos el campo libre de la propaganda y escondió la cara cuando la opinión pública internacional contemplaba imágenes de unas cargas que sólo podían parecer desproporcionadas si faltaba el testimonio gráfico de la violencia y las provocaciones de la parte contraria. Un Gobierno, en fin, que en una inexplicable actitud apocada dimitió de su obligación de defender la reputación institucional de la España democrática.

Todo esto es sabido pero faltaba el conocimiento preciso de los hechos que esta semana han aportado las sesiones testificales del juicio en el Supremo. Representantes de los cuerpos nacionales de seguridad han relatado con detalle las agresiones de que fueron víctimas en el intento de impedir el referéndum. Escraches, asedios de edificios oficiales, amenazas, seguimientos, golpes, vejaciones, lanzamientos de objetos. Episodios agresivos grabados en vídeos que jamás se vieron y que el juez Marchena asegura estar dispuesto a exhibir, junto con todos los demás, en el momento procesal correcto, pero que en aquellos días críticos habrían servido para completar el contexto de los acontecimientos. Como señala Pedro Cuartango, lúcido observador in situ del proceso, la pregunta clave es la de por qué, y bajo el efecto de qué complejo, el Ejecutivo marianista se negó a que los ciudadanos pudieran conocerlos y prefirió encogerse ante la mirada de reproche del mundo entero.

Es probable que el tribunal, en el veredicto, tenga que hilar con mucha fineza la definición exacta del concepto de violencia, esencial para la fijación del tipo de delito y su correspondiente condena. Sin embargo en el plano semántico y en el político quedan pocas dudas de la atmósfera turbulenta en que los secesionistas envolvieron su desafío de independencia. No existió el pretendido talante pacífico sino una hostilidad manifiesta, un alzamiento tumultuario respaldado con técnicas de presión callejera ante la complicidad pasiva de una Policía autonómica en clara abdicación de su tarea. Lo que causa inexplicable extrañeza es que el Estado declinase su comparecencia en el debate sobre la necesidad, la justificación y la proporcionalidad del uso de la fuerza. La Justicia dictará sentencia pero no llenará ese ominoso vacío de respuestas.