Miquel Escudero-El Imparcial
Cuando hice el período de instrucción de reclutas, una de las primeras cosas que oí entre mis compañeros de filas era que debíamos pasar desapercibidos, y no destacar en nada, ni como buenos ni como malos. Yo escuchaba en silencio aquellas palabras que no admitían discusión, y no quería perder el tiempo entrando en debate y en matizaciones. En general, prefiero actuar sobre seguro, pero si hay que discutir por algo que sea por algo que valga la pena; sin miedo y con cabeza es un lema que intento seguir.
Aborrezco intensamente el abuso que, en cualquiera de sus formas, humilla y vulnera. Tiene por opuesto el tratar a los demás con respeto y dignidad. Y esto se hace por convicción y sin paternalismo, sin reclamar nada a cambio. En su libro Tus líneas rojas (Zenith), el psicólogo Tomás Navarro invita a sospechar de quienes invierten mucho tiempo y esfuerzo en comunicar lo buenos que son. Claro está que en cuanto se les contraría, se hacen los ofendidos (ejercitan el victimismo) o denigran de forma atroz a quien cuestione sus hipótesis o sus tesis. Hagas lo que hagas, siempre se permitirán criticarte, menospreciarte o tratarte con indiferencia, por esto conviene ser fuerte en la conciencia de que no ser valorado no supone que carezcamos de valor; en ocasiones, esta es precisamente la señal de nuestra valía.
No debemos esperar cariño ni benevolencia de aquellos que sólo se preocupan de lo suyo; a veces, esto ocurre en la propia familia. Estoy de acuerdo con Navarro cuando dice: “Algunas familias se asemejan más a una secta que a una estructura amorosa”, con sus vacíos e incongruencias.
Hay que salir de los círculos de influencia tóxicos y no someterse a los señores de la tierra que exigen una identidad única y que chantajean, no sólo afectivamente. Hay que poner límites y líneas rojas a quienes distorsionan y faltan el respeto a la realidad, y siempre de forma proporcionada y contundente, con sentido crítico. Para ello se requiere toda una vida de trabajo y preparación, reabsorbiendo las huellas emocionales. Soportando con inteligencia, paciencia y sabiduría que seamos invisibles y silenciados.
Invisible (Nube de tinta) es el título de un relato de Eloy Moreno. Describe las causas y efectos de un acoso escolar, mortificante y odioso. El niño que lleva cinco días dudando entre si decir algo o callar como lo había hecho hasta entonces, sin saber si había sido “un cobarde o sólo un superviviente”. Desde fuera la realidad es otra. El padre que se está dando cuenta, finalmente, de que para educar a un hijo es necesario estar con él. El agresor acostumbrado a la ausencia de palabras y de cariño: Había empezado algo que no sabía cómo parar, y al no devolverle el empujón se dio cuenta de que podía continuar. Cada día querrá más, mientras no te enfrentes cara a cara seguirá así o peor. La víctima pensaba que, si no hacía nada y no plantaba cara, al final le dejarían tranquilo; todo lo contrario”.
No todas las víctimas están en condiciones de rebelarse por su dignidad ofendida y necesitan un refuerzo y apoyo que puede que nunca llegue. En el caso que nos ocupa, profesores y compañeros hacen a menudo la vista gorda: cosa de críos, dicen. Y se convierten en la otra cara de la violencia, la que no se menciona: la de quien mira y ni ve ni hace nada; acaso entre pósteres llamando a la solidaridad de los pueblos y a colaborar por un mundo mejor. A pesar de su estimada verborrea, son los colaboradores necesarios para el daño infligido. No se dan por enterados y se convierten en monstruos con su omisión, son golpes invisibles que no dejan marca. De forma práctica se enseña que mientras no me toque a mí, eso no es problema mío. Pero un gesto puede cambiar la dinámica de maltrato desencadenada. Un gesto decidido, enérgico, proporcionado que demasiadas veces no llega a darse. Por el contrario, se asimila que hay que hacerse invisible: nadie ve a quien entra el último al instituto y sale el primero. Se aprende que hay que pasar desapercibido y no parecer listo o aplicado: “es mejor ser de los mediocres, no destacar ni por arriba ni por abajo”, no alzar nunca la mano cuando el profesor pregunta algo que uno sabe.
“Lo malo de ser invisible es que tampoco te ve quien quieres que te vea”. Si uno quiere ser invisible, no puede reclamar después que se le vea y distinga. Y si quieres desaparecer, y trágicamente lo consigues, entonces vuelves a la visibilidad, irremediable y demoledora.