Jon Juaristi-ABC

  • Sobre un antiguo remedio vegetal que no protege del Covid ni de otros coronavirus

Al acíbar se le llama ahora áloe o aloe (del latín aloe succotrina, su nombre científico, por el archipiélago árabe de Socotra, al sur del Yemen, desde donde se importó a Europa). O, más a menudo, aloe vera. Al olvidar el término antiguo, un arabismo estupendo, se ha perdido también su derivación verbal, acibarar, en la acepción de «amargar», y su participio acibarado («amargado, desabrido»). Yo utilicé por última vez el verbo acibarar hace medio siglo y tuve que dar tantas explicaciones sobre su significado que decidí no volver a hacerlo.

Acíbar, en efecto, viene del árabe sabir, nombre de una liliácea carnosa (sábila) de donde se extrae un jugo amarguísimo (assibir) que utilizaban los médicos para tratar la psoriasis y el vulgo profano para quitarse las verrugas, dado su poder abrasivo. Hoy el aloe vera se usa en cosmética y peluquería y también como antidiarreico disuelto en determinados refrescos industriales supuestamente benéficos. Sabe a rayos. Y a pesar de ello, hay quien lo consume con regularidad y sin prescripción facultativa.

En sus «Recuerdos de niñez y de mocedad» (I,2), Unamuno cuenta que su maestro de primeras letras, cuando alguna visita importante venía al colegio, «exhibía, como a un bicho raro, a Vicente, uno de sus favoritos, que comía acíbar, extraño fenómeno, cosa admirable». Aquel repelente ñiño Vicente de la Bilbao de la Primera República se había dislocado el hombro tres o cuatro veces, lo que lleva a Unamuno a conjeturar: «No sé que relación guardaría lo de gustarle el acíbar con lo de tener tan dislocable el hombro, pero alguna debería de ser».

Yo creo que parte de los friquis del Gobierno sanchista consume acíbar. No toda la conseja de ministras, evidentemente. La portavoza, por ejemplo, parece más del tipo anfetamínico. Como su jefe, que canta victoria sobre el virus cada mes y medio para que la gente se confíe, le haga caso y salga a la calle a vivir a tope la nueva normalidad. Cumple así la función que atribuye la tradición cristiana a Pedro Botero, su epónimo. Te tienta para que peques y luego te achicharra en sus calderas. Pero no, Sánchez Pérez-Castejón no come acíbar. Se ve que se cayó de pequeño en un tarro de anfetas, porque no se cansa de hacer el mal ni estando de vacaciones.

El que más acíbar debe de comer es Illa, el de Sanidad. Alguien le debió de jurar que el acíbar alivia la úlcera de estómago. Efectivamente, eso es lo que se creía en el siglo XVIII, antes del Padre Núñez Feijóo, y probablemente lo deben de seguir creyendo en lugares muy apartados del campo de Cataluña, pero es inhumano que se lo hayan recomendado como la purga de Benito al pobre ministro, abusando de su insondable ignorancia en materia de farmacología, herboristería y epidemiología en general. Se trata de una fantasía homeopática. Como el acíbar amarga y la úlcera también, pues similia a similibus curantur y santas pascuas. Se ve que Illa sufre por partida doble, pero no debería pagarla con el pueblo español, al que no ha dejado de abroncar en todas y cada una de sus comparecencias, como si tuviéramos la culpa de lo poco que se cuida.

Otro que ha resultado un acibarado apocalíptico de traca es el de Universidades. Como no trabaja ni comparece mucho, no se le había notado hasta hace unos días. Ignoro si es el consumo de acíbar o de extractos parecidos de otras plantas de la Baja California asimismo carnosas y espinosas de los monteros lo que ha acabado por darle esa horripilante apariencia de Jabba el Hutt, pero lo cierto es que sus profecías sobre el inminente fin del mundo tienen aterrada a la Conferencia de Rectores de las Universidades Madrileñas (CRUMA). Por eso los confinan. Para que no cunda el pánico.