Juan Luis Cebrián-El País

  • Supimos reconciliarnos tras la muerte del dictador. Pero hoy corren malos tiempos para la democracia, con la salud y la economía amenazadas y el sistema socavado por la incompetencia de los líderes

Cees Nooteboom, laureado escritor holandés afincado en Menorca, declaró hace días, antes de recibir el Premio Formentor, que los españoles no saben reconciliarse. Se equivocaba. No solo supimos reconciliarnos, sino que lo hicimos tras la muerte del dictador, con humildad y valentía, no exentas de miedo a la repetición de los errores del pasado. Pero la casta política, lleve coleta, moño, o gaste brillantina, sigue entregada al oleaje de las pasiones que, de no amainar, acabará por hundirla a ella y, de paso, ahogarnos a todos. Corren malos tiempos para la democracia, amenazadas como están la salud y la economía de los ciudadanos y socavado el sistema por la ignorancia, la vanidad y la incompetencia de los líderes.

La semana pasada marcará un hito en el historial de la estulticia y la miseria moral de quienes tienen la responsabilidad de conducir la nave del Estado, y no solo del nuestro, desde el poder o desde la oposición. El dantesco espectáculo que nos ofrecieron los candidatos a la presidencia de la primera potencia mundial, enredados entre la brutalidad de uno y el pasmo del contrincante, puso de relieve que nuestros males son por desgracia casi universales. Lejos de servirnos de consuelo, eso aumenta la incertidumbre. La polarización política de las sociedades occidentales, gobernadas muchas de ellas por ignorantes y legos, está poniendo en riesgo severo el futuro de la democracia.

Al igual que en la tragicomedia interpretada por Biden y Trump, en España se acumulan los sainetes, los dramas y las derrotas del sentido común, que parece haber abandonado a quienes nos gobiernan. En menos de siete días hemos vivido diversas agresiones letales a nuestro sistema político, perpetradas por quienes se supone son los encargados de defenderlo. Ahí están sin ir más lejos la prohibición al Rey de viajar a Cataluña; la decisión del Ayuntamiento de Madrid de retirar el nombre a las calles de la capital en memoria de los fundadores del partido socialista; la confrontación entre Gobierno central y comunidades autonómicas a la hora de establecer medidas contra la extensión de la pandemia, y las consecuencias de diversas decisiones judiciales, entre las que sobresale la inhabilitación al que fuera presidente de la Generalitat catalana.

Que el Gobierno considere que una visita del jefe del Estado a cualquiera de los territorios del mismo puede generar un problema de convivencia ciudadana, solo habla de la incapacidad para afrontar el principal desafío político que tiene nuestro país: la sedición separatista alimentada por los poderes públicos catalanes. Ya en la anterior legislatura don Felipe y su séquito se refugiaron en un restaurante ante la imposibilidad de entregar los Premios Princesa de Girona en dicha ciudad. La gravedad del nuevo incidente reside en lo irregular del comportamiento de La Moncloa. Es cuando menos discutible que el hecho de que los actos del Rey tengan que estar refrendados por el Gobierno equivalga a la necesidad de un permiso previo para sus desplazamientos por el territorio nacional. Ni para que presida protocolariamente un acto del poder judicial, independiente del Ejecutivo, al que no tiene que rendir cuentas. El Tribunal Constitucional debería pronunciarse a este respecto. El oscurantismo sobre los motivos de la decisión, y el chalaneo añadido para garantizar un apoyo parlamentario al Gobierno, son síntomas de su extrema debilidad y su reiterada falta de respeto a la jefatura del Estado, a quien corresponde constitucionalmente el arbitraje y moderación del regular funcionamiento de las instituciones. Acusado el presidente de no defender al Monarca frente a los catetos insultos de su ministro de Consumo, su colega de Justicia se mostró durante un debate en Cortes dispuesto a derramar “hasta la última gota de mi sangre” en defensa de la Monarquía y de la Constitución. Tampoco es para tanto. Basta con no impedir que el Rey viaje a provincias.

Pero el problema no es tanto lo mal que lo pueda hacer el Gobierno, porque la oposición lo hace todavía peor. Por más que el señor Casado insista en que no puede pactar con el señor Sánchez porque encarna su alternativa, cunde la convicción de que no sucede así de ningún modo: el hábito le viene grande al monje. Lo pone de relieve entre otras cosas su incondicional apoyo a la persona más incompetente de cuantas han gobernado la Comunidad de Madrid, y cualquier otra comunidad, especialmente en lo que se refiere a la lucha contra la pandemia. La actitud de la presidenta Díaz Ayuso constituye una inesperada ayuda para recuperar la imagen de la gestión gubernamental, merecedora de las más severas críticas. El resultado es la absoluta desconfianza de la ciudadanía respecto a sus dirigentes, tanto del Gobierno central como del regional. Da toda la impresión de que no han aprendido nada y no saben qué hacer, ni cuándo ni cómo hacerlo.

Es improbable que ningún Gobierno del mundo salga indemne de una crisis tan gigantesca como la que padecemos y cuyas peores consecuencias están todavía por aflorar. Habrá qué ver qué sucede en las elecciones americanas, en las que la única esperanza ante tanto despropósito es que el país cuente con una vicepresidenta negra, hija de inmigrantes, capaz de luchar contra la desigualdad y reformar el sistema sin tratar de subvertirlo. En nuestro caso la destrucción de los dos partidos centrales a manos de sus propios líderes, la confrontación entre bloques políticos y mediáticos y la falta de un proyecto capaz de sumar a los ciudadanos en la persecución del bien común, ha estallado en una confusión ingobernable después de que el inesperado evento de la epidemia viniera a disturbar los planes de la dirigencia. En las televisiones, en el Parlamento, solo se escuchan insultos, acusaciones y naderías. Políticos y periodistas andan enzarzados en disputas sin cuento. Los únicos beneficiarios de su gaitrinar acabarán siendo los sicofantes de la España profunda, que ya exhiben la cara del Bolsonaro español, con armas al hombro y todo. Únicamente en el 23-F padecí antes el desasosiego que me infundió el discurso, y el tono en que lo pronunció, del señor Ortega Smith para combatir a sus enemigos de una guerra civil que él no vivió: los señores Prieto y Largo Caballero. Pero de nuevo lo peor no fue su insensata propuesta, ensayada igualmente por amplios sectores de la izquierda, de convertir su particular desmemoria en la memoria histórica común que nuestro país necesita. Lo increíble fue ver cómo el Partido Popular y Ciudadanos votaban a su favor, echando por tierra una resolución de hace décadas que perseguía cimentar la reconciliación entre los españoles. Con ello no han logrado sino arrojar más leña al fuego de una confrontación que por desgracia apela a los instintos criminales de la política. Como dijo Santiago Carrillo, la memoria histórica apenas tiene sentido si no se la vincula al presente y al futuro. Quede la interpretación del pasado para los historiadores. Y aprendan las nuevas generaciones que Indalecio Prieto, promotor de la revolución de Octubre de 1934, fue también durante los años cuarenta un incansable negociador con don Juan de Borbón para restaurar la democracia bajo su padrinazgo. Propuso entonces “una solución plebiscitaria para que el pueblo español determine libremente el régimen que prefiera. Un régimen así proclamado, aunque fuese el monárquico, lo acataríamos”. Es exactamente lo que sucedió en el referéndum sobre la Constitución española de 1978, que devolvió la soberanía y la libertad al pueblo español. Aquel plebiscito selló la reconciliación que todos anhelábamos, y que hoy los facciosos tratan de sepultar. Hace dos siglos, en parecidas circunstancias, Larra explicaba que “esto se acabará pronto de un modo u otro; y en prueba de ello se empiezan ya a acabar dos cosas: el dinero y la paciencia”. Así lo estamos viendo ahora, e impresiona lo poco que hemos cambiado en doscientos años. La solución la daba el propio Larra: Dios nos asista.