F. SOSA WAGNER M. FUERTES – EL MUNDO – 21/04/17
· Los autores proponen que la elección de los órganos directivos de los principales organismos del Estado se inicie con una convocatoria pública, que acabe con las sombras que proyectan partidos o sindicatos.
Leer a Fernando Savater es algo siempre provechoso y además un placer literario. Su artículo Recapitulación publicado hace unos días en el diario El País suscita, como todos los suyos, motivo para la meditación y, permítasenos, para la controversia o, si se prefiere, para formularle algunas acotaciones.
La defensa que en él se hace de la democracia como el único sistema apropiado y digno para regir la vida de las colectividades humanas es vibrante y acertada. En un momento como el actual no está de más oír una voz autorizada que nos alerta acerca de las tergiversaciones que de la democracia perpetran regímenes políticos bien cercanos, caso de la Hungría de Orbán o la Turquía de Erdogan, y no digamos más lejanos, como Venezuela. O podrían perpetrar, si alcanzaran el poder, esos partidos populistas que en España y en nuestras inmediaciones repiten, como si fueran invenciones suyas, consignas que vienen de la crítica–muy gastada– al parlamentarismo formulada por pensadores de los años 20 del pasado siglo y que desembocaron en los totalitarismos comunista y fascista.
También acierta Savater cuando subraya el éxito de la socialdemocracia, a cuyas recetas acuden todas las formaciones políticas de cualquier signo siempre que no hayan perdido el sentido de la orientación ni la mesura.
Ahora bien, no podemos desconocer que nuestro sistema democrático está vertebrado en torno a los partidos políticos y que, si hay algo urgente en la renovación de la democracia, es justamente volver a pensarlos con una cabeza de la que hayamos desalojado los tópicos. Podemos seguir repitiendo como cotorras lo que nos dice el artículo 6 de la Constitución pero, si queremos no ejercer de tartufos, sabemos que los partidos expresan deficientemente el pluralismo político y concurren muy mal a la formación y manifestación de la voluntad popular. Algunos no respetan la ley y a duras penas mantienen apariencias democráticas. Es decir, que hay mucha falacia y mientras no se tenga constancia de esta evidencia y se levante acta notarial de ella, seguirán las piezas fundamentales del edificio del Estado construidas con cartón-piedra, con riesgo serio de descrédito irreversible y, al cabo, de desplome.
Por eso es fundamental acotar el espacio en el que los partidos se mueven y los ámbitos a los que los partidos llegan pues recordemos que han instaurado un sistema parecido al del botín: la multiplicación de cargos de confianza, de asesores, de contratados a dedo, es ya abrumadora y produce un desaliento definitivo entre todos aquellos que, ayunos de respaldo en el enjuague político, han de fiar sus fuerzas a los principios constitucionalmente proclamados del «mérito y la capacidad». En Alemania este fenómeno se conoce como Ämterpatronage y se halla también muy extendido pero no es ni de lejos la hidra que amenaza con ahogar las estructuras burocráticas españolas.
Por ello discrepamos de Savater cuando escribe, en un cierto tono de descalificación, que «se proponen, medio en serio medio como provocación, alternativas que sustituyen el voto universal por el sorteo entre minorías bien preparadas (?)…».
Quienes estamos defendiendo en libros y artículos el sorteo para seleccionar a determinados cargos públicos no estamos proponiéndolo como «una alternativa que sustituya el voto universal». El tal voto universal es un ingrediente indispensable de todo sistema político democrático, como si dijéramos el aceite en la preparación del bacalao al pil pil, cuya confección conoce bien Fernando Savater.
Ninguna duda puede caber al respecto. Pero ese mismo sistema democrático admite en su seno legitimidades diferenciadas y la resultante del sorteo es una de ellas y bien digna por cierto pues con ella se persigue enriquecer la caja de herramientas de la democracia, no empobrecerla ni aherrumbrarla. ¿No es el sorteo el sistema por el que elegimos a unos ciudadanos que han de pronunciar el veredicto de inocencia o culpabilidad de un acusado del delito de asesinato? Fernando Savater recordará cómo quienes aspirábamos a las cátedras universitarias en las postrimerías del franquismo clamábamos por el sorteo de todos los miembros que nos habían de juzgar en los tribunales pues solo así se evitaba el caciqueo de los mandamases del ministerio (hoy, derogadas las habilitaciones que eran por sorteo, todos los miembros de los tribunales los pone el candidato gracias a un sistema progresista ideado en la época de Zapatero).
Importa añadir ahora algo que, además, Fernando Savater sabe y es que las tres obras que fueron las antorchas con las que se empezó a iluminar un mundo político nuevo, a saber, El espíritu de las leyes de Montesquieu, el Contrato social de Rousseau y la Enciclopedia de Diderot y de D’Alembert, alaban el sorteo y aseguran que su combinación con la elección refuerzan la democracia.
A nuestro juicio, en la España actual, el espacio donde el sorteo puede dar frutos y presentarse como una buena medicina contra el clientelismo partidista es el de las organizaciones especializadas técnicamente muy complejas que existen en el Estado (también en algunas Comunidades autónomas): Banco de España, Comisión Nacional del Mercado de valores, Comisión de Mercados y Competencia, Junta de Seguridad nuclear… Pero también en órganos de fundamental importancia como son el Tribunal Constitucional, el de Cuentas o la Autoridad de responsabilidad fiscal. Y por supuesto el Consejo General del Poder Judicial.
Se trataría, dicho sea en términos muy generales porque cada uno de los organismos citados exigiría precisiones que no son de este lugar, de que el procedimiento de nombramiento de sus órganos directivos se iniciara con una convocatoria pública a la que acudirían, sin las sombras que proyectan partidos u organizaciones sindicales, los profesionales que libremente lo desearan y reunieran los requisitos técnicos pertinentes. A partir de ahí, tras comprobar de forma rigurosa y con transparencia, trayectorias y méritos alegados, se confeccionaría la lista definitiva de los candidatos, que sería la que serviría para realizar el sorteo.
Con carácter previo, y especialmente para los órganos constitucionales, se debería establecer la exigencia de una comparecencia parlamentaria u otra aproximación al candidato de parecida naturaleza.
Estos trámites, los de la convocatoria pública y la comparecencia, ya existen para la designación de muchos responsables de las instituciones europeas y, en tal sentido, no está de más citar los ejemplos de las autoridades europeas de supervisión financiera o de la Oficina de lucha contra el fraude (OLAF).
Porque se convendrá con nosotros que, garantizada la idoneidad de todos los candidatos, es indiferente la persona concreta que sea designada. Y el azar le proporciona la ventaja de poder ejercer su función en perfectas condiciones de independencia y por tanto de libertad, emancipado de compromiso adquirido –explícito o implícito– con dedo alguno. Sustituyendo la elección por el sorteo, hacer la astrología de las decisiones de estos órganos, en función del origen de cada persona que interviene en una votación, se haría muy difícil.
En fin, a quien terminara un mandato determinado por el azar se le deberá obligar a volver con humildad de fraile trapense a su puesto de trabajo, desterradas futuras ambiciones de cabildeo con las fuerzas políticas para seguir disfrutando indefinidamente de otras prebendas.
Es decir, y volvemos al principio, el rico régimen democrático admite en su seno legitimidades variadas y no todas pasan por la elección.
Pues de lo que en definitiva se trata es de que no se nos extravíe el buen gobierno ni la libertad política, tal como las defendemos Fernando Savater y nosotros.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo y autores del libro Conversaciones sobre la Justicia, el Derecho y la Universidad (Marcial Pons, 2009).