ABC 02/02/14
JUAN CARLOS GIRAUTA
No se ha valorado bastante que el gran George Orwell esculpiera su distopía 1984, en gran medida, con los materiales estalinistas de la pesadilla vivida junto al POUM en las calles de Barcelona, cuando el PSUC etiquetó de «fascista» al partido (marxista) fundado por Andreu Nin y se lanzó a la caza de sus militantes en 1937. El ininterrumpido prestigio del PSUC –por bien que hoy sus siglas sean invisibles– acaso explique que el nacionalismo no cuente entre su utillería cultural con título tan goloso como Homena je a Cataluña, notas de la peripecia española del británico. No sea que alguien fuera a leerlo. Pocos años después de su Homenaje, y en las postrimerías de otra guerra, la que asoló Europa entre 1939 y 1945, Eric Arthur Blair, es decir George Orwell, procedió a una implacable disección del nacionalismo y estableció sus rasgos distintivos. Básicamente iluminó sus efectos sobre el juicio humano, sobre el recto discurrir, sobre la buena fe intelectual. Advirtiendo que el autor ensancha considerablemente el concepto al incluir en la categoría ideologías diversas, y aun partidos políticos y otras adscripciones, sus Notas sobre el nacionalismo siguen siendo una pequeña y preciosa fuente de aprendizaje. Imprescindible, me atrevería a decir si no hubiera tantas lecturas que merecen el adjetivo.
También son una vacuna contra el «hábito de dar por hecho que se puede clasificar a los seres humanos como si fueran insectos, y que grupos enteros de millones, o decenas de millones, de personas pueden ser etiquetados tranquilamente como buenos o
malos ». Porque, tomen nota los del pensamiento débil, así definió Orwell el fenómeno. De eso hablamos cuando hablamos de nacionalismo. Tan deletéreos efectos provocan las ondas expansivas de una ideología-bomba extrañamente respetada aún, a pesar de las numerosas y empapadas pruebas en su contra. Pronto consigna Orwell las que considera «principales características del nacionalismo». Nos resultará imposible no relacionarlas con lo que, setenta años después de publicadas las Notas, está ocurriendo con el raciocinio de tantos de mis conciudadanos. He aquí un par de pinceladas:
«Obsesión: en la medida de lo posible, ningún nacionalista piensa, habla o escribe jamás sobre nada que no sea la superioridad de su propia unidad de poder. Es difícil, si no imposible, para cualquier nacionalista ocultar su fidelidad (…) El discreto elogio de una organización rival le llena de una ansiedad que solo puede aliviar mediante una áspera réplica». Ah, qué familiar sensación. A diario lo encuentro en debates y tertulias catalanas, donde el nacionalismo aparece siempre sobrerrepresentado con respecto a su verdadera incidencia social. Ningún Gobierno español tomará jamás una decisión acertada para mis colegas. Jamás una noticia positiva sobre el PP o sobre Ciudadanos –únicas formaciones ajenas al delirio– se puede despachar sin la réplica áspera. Es superior a ellos. El líder del PSC empieza a toparse con la misma reacción, un signo ciertamente esperanzador.
«Indiferencia a la realidad: todo nacionalista tiene el poder de no advertir similitudes entre conjuntos similares de hechos (…) Las acciones no se tienen por buenas o malas según sus propios méritos, sino de acuerdo con quién las realice, y casi no existe ultraje (…) que no cambie de color moral cuando se comete en nuestro lado». Ahora llamamos a eso doble baremo. Los partidos nacionalistas catalanes (que se refieren a sí mismos como «los partidos catalanes», cerrando la puerta de casa y dejando a la intemperie a los representantes de muchos centenares de miles de vecinos) verán virtud en la canallada del propio. Y, con frecuencia, canallada en la virtud ajena.
Son dos botones de muestra. George Orwell sigue siendo brutalmente actual.