Antonio Rivera-El Correo

Para constatar que inauguramos nuevo ciclo político, el lehendakari convirtió el aviso de la convocatoria electoral en un balance de lo realizado por sus tres ejecutivos, en su tiempo. Dijo adiós a una etapa, no a una legislatura. Y marcó las posibilidades de la siguiente incidiendo en su resumen en la colaboración entre diferentes -apuesta por la continuidad del bipartito PNV-PSE-, en la continuidad y confianza que la sociedad vasca ha depositado en el Gobierno, y en la capacidad productiva del mismo en términos legislativos. Las palabras fueron empleo (como resultado positivo de esa constante actividad), superación de la sucesión de crisis globales (el eterno oasis vasco) y respeto, cohesión y convivencia (sin apelación al pluralismo, pero sí a la desaparición del nocivo factor ETA). Luego, declaración de humildad y de entrega al país como sublimación de su gestión institucional; redundante conociéndole, aunque no resultara excesivo.

El adiós ha sonado triste. Razones personales y políticas se acumulaban en su rostro. Una reciente pérdida y un apartamiento poco elegante han puesto un punto de dramatismo a su intervención. Las cosas evitables, y las formas de su relevo lo son, merecen el juicio humano. En este caso, Urkullu se va con una alta popularidad y con la sospecha de haber pagado los platos rotos de una pelea interna de la que todavía no conocemos casi nada. Se podrá conformar con una posteridad indulgente, pero el daño causado por los suyos se veía en su cara, incluso en la de un hombre que se reconoce como un siervo ante las exigencias y necesidades de su país y/o de su partido. Todo, hasta la fecha elegida, la prevista, ha transcurrido dentro de lo que se esperaba de una personalidad como la suya.

La marcha suena a un «os lo dejo en buen estado; a ver qué hacéis con ello». El PNV recela del inmediato futuro; Urkullu posiblemente más. De ahí su insistencia en palabras clave: trabajo, continuidad, colaboración, como si atisbara que el nuevo tiempo no va a resultar tan plácido, a pesar de no verse amenazado por las crisis que él ha tenido que enfrentar. Los instrumentos, traducidos en una suma partidaria y en un estilo, también los dejó claros: la convivencia entre diferentes de los mejores años de Ardanza que él restauró tras las turbulencias del cambio de siglos y la mirada puesta en la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía, más que en ensoñaciones patrióticas.

A cambio, las amenazas a evitar también quedaron claras: el desacuerdo entre las culturas políticas históricas de mayor trayectoria en el país y la emergencia de quienes anduvieron en muy malas compañías y que ahora, o en un tiempo cercano, pueden trastocar equilibrios anteriores, alianzas reiteradas y pacientes maneras de hacer. Sobre la cosa nacional, refirió unos protocolos para intensificar la relación con Navarra e Iparralde. Un adiós muy parecido a un programa y a una estrategia conservadores y optimistas, que olvidaremos a la misma velocidad en que menguarán las llamadas en el teléfono del despedido.