JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 15/09/13
· Equivocación «Ya dejé aquí hace una semana mi sospecha: Quieren salvar la cara a Mas. Es un grave error»
Su relación con Rajoy viene de antiguo, de cuando sus compañeros bromeaban con «los tres caballeros», por la película de Walt Disney. Sin uno de ellos en la Moncloa, ni el segundo sería presidente de las Cortes ni el tercero ministro de Exteriores. Margallo ambicionaba la cartera de Economía, y se movió lo que pudo en el único canal televisivo de alcance nacional que le dio cancha. Salvo el presidente, la cúpula del PP que abría la segunda década del siglo XXI no sabía quién era Margallo. Llevaba demasiado tiempo en Bruselas, socorrida salida en situaciones de cambio familiar.
Llegado al poder, Duran i Lleida le dio el cariño que, como desconocido, le faltaba. Cosas de democristianos. El mejor amigo de Margallo es Jordi Casas, de Unió, delegado hasta hace poco de la Generalitat en Madrid. De Casas y Duran viene todo lo demás. La exhibición del taimado oscense en la Diada de 2012, bajo el lema «Cataluña, nuevo Estado de Europa», llevó a destacados dirigentes del PP a pedir la salida del aliado de Mas de la presidencia de la Comisión de Exteriores del Congreso. Petición que, dada la mayoría absoluta popular, era más bien un anuncio. Pero Margallo salvó a Duran: suyo es el mérito de que se le ratificara en el cargo.
Cuando el Parlamento catalán aprobó la declaración de soberanía -un acto fundacional decisivo-, la primera voz que emitió el gobierno de Rajoy fue la de Margallo. Sus razones eran las de Mas y Duran, y se resumían en que el acto carecía de efectos jurídicos. O sea, una declaración parlamentaria solemne que rompía la soberanía del pueblo español del artículo 1 de la CE no tenía efectos jurídicos. Siguiendo finalmente el criterio de Albert Rivera, cuyo partido fue el único en reclamar el recurso ante el Tribunal Constitucional, el gobierno de España actuó, y hoy la declaración está suspendida.
Intrigante pero improvisador, su afán de acercar al gobierno a los intereses de un nacionalismo secesionista puede definirse objetivamente como traición y como abuso de confianza. Cuando glosa el «éxito» de la gran operación de agitprop dirigida a romper la unidad de la Nación, cuando se demora glosando el triunfo político, organizativo, logístico de la tropa que está haciendo Cataluña irrespirable a los constitucionalist as, Margallo traiciona a España; traiciona especialmente a los españoles de Cataluña, es decir, a los catalanes de España; traiciona asimismo, de un modo especial, a su amigo y protector el presidente del gobierno español.
Ha metido en líos al Rey manteniendo reuniones con la comisionista Corinna -asuntos clasificados-, para luego negarlas y, por fin reconocerlas. Su plan de la marca España, aparentemente positivo y necesario, ha salido al revés porque, como tantos lenguaraces, ni es constante, ni es coherente, ni es capaz de atar el compromiso de los actores precisos.
Merece un cese en toda regla, que además serviría para transmitir un mensaje inequívoco a los nacionalistas-secesionistas catalanes que, aferrados a las palabras del ministro de Exteriores, a su enorme comprensión, a su óptima valoración de la última Diada, y a la propia naturaleza de su cartera (¡manda huevos!), se están enterando por Madrid de lo que no tenían claro: que han ganado. Margallo merecía haber nacido antes y pertenecer al círculo de Alfonso XIII que anunció la victoria republicana en las elecciones municipales del 31. Ya dejé aquí hace una semana mi sospecha, luego confirmada: quieren salvar la cara a Mas. Es un grave error. Presidente, si esto lo tenemos que arreglar solos los constitucionalistas de Cataluña, sea. Pero le ruego que no nos lo ponga más difícil.
JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 15/09/13