¡Adolf!

EL MUNDO 31/08/13
ARCADI ESPADA

Querido J:
El anuncio de un coche. Planos de una aldea. Hay hombres trabajando en el campo. Una vieja hierve patatas. Otro grupo se afana en las tareas de construcción de una casa, albañilería. Se oye un rumor y levantan la cabeza. Un ojo de niño también lo ha oído. Y el que va guiando unos bueyes. Aparece el salpicadero de un coche, el cuentakilómetros. En el centro destaca, encendida, una alarma. Ahora vemos por qué. El coche, que está atravesando la aldea, se encuentra de repente con dos niñas que juegan en mitad de la calle. Pero ha logrado frenar a dos palmos. El triángulo rojo de la alarma vira al verde, y es que la madre se ha llevado a las dos niñas, sanas y salvas, hacia el interior de la casa y la carretera está expedita. En ningún momento se ve al conductor y la impresión es que ha sido la activación de la alarma lo que en verdad ha salvado a las niñas. El coche parece que llega a otro pueblo. Hay en la calle un niño que hace volar su cometa. E inmediatamente una mujer tras la ventana que lo observa con la sonrisa tierna de una madre. Mientras tanto el coche sigue su marcha. El ritmo y el volumen de la música crecen. La narración se reduce a una serie de planos alternos entre coche y niño. Los dos corriendo. De pronto la secuencia binaria se interrumpe. Aparecen, muy rápidos, a la velocidad de lo irreparable, un plano de la madre, otro del frontal del coche, que ahora vemos que es un Mercedes, y otro de Adolf Hitler. Sobre este último plano la música estalla y se convierte en un golpe. Un cuerpo rueda sobre el asfalto. Un ave sale volando, y es un águila, y es nacionalsocialista. Durante unos segundo vacíos se oye solo su chillido. La madre reaparece con la cara desencajada, corriendo hasta el lugar del hecho y gritando: «¡Adolf!» Se deduce que el Mercedes, sin inmutarse, ha seguido su camino. Ya está saliendo del pueblo, que se llama, según el cartel que vemos, Braunau am Inn, municipio austríaco. El fundido en negro da paso a un rótulo: «Detecta los peligros antes de que surjan». Otra vez el grito ¡Adolf!, aún más desgarrado, una promesa de tambores y el plano final: el niño de la cometa sobre el suelo, su cuerpo muerto en forma de esvástica.
Uf. Joder, yo lo he visto 5 veces para poder describírtelo, pero te juro que la primera vez, en seco y sin contexto, como lo vi yo, emociona de veras. Luego pasas unos segundos comprendiendo la pirueta. El anuncio de un sistema que detecta los peligros si la conciencia humana falla. De ahí que el coche haya frenado a dos palmos de las niñas que saltaban a la cuerda. Pero de ahí también que haya proseguido impertérrito su camino atropellando al niño Adolf Hitler: ninguno de sus contemporáneos vio el peligro. (¡Ah, el grave peligro de los soñadores, colgados de sus cometas!). ¡Sólo vio el peligro la Mercedes!, que liquidó sin contemplaciones al niño. No es extraño que la empresa se haya desvinculado del anuncio, y que a lo largo de toda la escena unos obstinados rótulos nos recuerden que se trata de un trabajo escolar –el talentoso trabajo, dirigido por Tobias Haase, de la escuela de cinematografía de Baden-Württemberg–, y que Mercedes-Benz no ha autorizado.
Si te tomas unos minutos más la admiración por la sintáctica pirueta empieza a clarear en desasosiego. Naturalmente se trata de una ficción. De una doble ficción. No solo el niño Hitler no murió, sino que no podía de ninguna forma morir, porque según nuestra conocida creencia las cosas sólo pudieron suceder como sucedieron. Pero la ficción no sólo suspende la credulidad emocional, por así decirlo, sino también la del propio razonamiento. Y eso significa que ya estás dentro de ese Mercedes que atraviesa el idílico Braunau am Inn al encuentro del niño Adolf y de su madre. Y que te parece francamente repugnante lo que va a pasar, es decir, que tu coche mate a un niño. Párate un segundo en esto que te digo, de que sea tu coche y tal. Es decir. Tú y yo podríamos aceptar una argumentada hipótesis de laboratorio: mejor que muera el niño de la cometa en vez de seis millones de judíos. Eso está muy bien. ¡Quién podría contradecirlo! Pero sucede algo distinto cuando eres tú el que ha de matar al niño; y esa es la turbadora grandeza emocional del cine: ha dejado de ser una hipótesis de laboratorio y tú vas en ese coche: tú eres la alarma y tú decides. Algo similar pasa con el dilema, tan usado, de las agujas del tren. Una cosa es que tú acciones una palanca, desvíes el vagón y en vez de morir cinco personas muera una. Pero otra cosa distinta es que tú tengas que tirar a un gordo desde el puente para que su cuerpo desvíe el tren y se salven las cinco. La diferencia que registra la lengua española entre matar y morir. Y tus propias manos empujando al gordo. Es por esa diferencia verbal y por ese tacto humano que hay muchas más personas que accionarían la palanca de las que echarían al gordo puente abajo.
Tu Mercedes va a matar a Adolf Hitler. Es un niño. Sí, pero crecerá y construirá Auschwitz. Es un niño, ahí está su madre. Sí, pero si él muere 54.999.999 personas se librarán de la muerte en Europa. Es un niño.
El anuncio ha traído polémica en Alemania. La trae cualquier intento de lo que llaman humanizar a Hitler, sin tener en cuenta, como nos advierte sagazmente Kahneman que ni siquiera Hitler pudo ser Hitler las 24 horas del día, y que se tomó su tiempo para acariciar criaturas, ser bondadoso con los perros y tal vez jugar con cometas. Pero la polémica se comprende, porque incrustados en esa poderosa ficción, en el asombroso peligro del cine, la sentencia de nuestra naturaleza moral es firme: ni aun sabiendo que será Hitler mataríamos a ese niño.
Sigue con salud,
A.