Adolfo Suárez, que trajo la libertad

EL CORREO 24/03/14
MANUEL MONTERO

· Los reconocimientos le llegaron tarde. El PNV fue de los primeros: en 1984 le pedía perdón por los desaires

En su vida política le arreciaron las críticas. Le dijeron arribista, impostor, intruso, ‘tahúr del Mississippi’, traidor, inútil, nefasto y todo el arsenal que para el escarnio tiene el castellano, bien dotado para el insulto. Los desaires no le llegaron sólo de sus adversarios, fuesen los del franquismo que desmanteló o de los grupos antifranquistas que desconfiaban de él por sus orígenes. También sus próximos, los centristas, le apuñalaron en su momento con un entusiasmo que sorprende, entre otras razones porque así se dieron la picota a sí mismos.

Fue abominado a grados extremos –pero también tuvo un extraordinario arraigo popular– y, sin embargo, Adolfo Suárez es con diferencia el político español más importante de nuestra época. Su aportación abrió una época de convivencia que ni siquiera el sectarismo ambiental ha conseguido cerrar. Su figura se ha ido agrandando con el tiempo, sobre todo en esta época en que puede la paralización política, las reformas se aplazan sine die y se repudian los acuerdos, no digamos si suponen riesgos. Deja la herencia de la transición, que incluye un régimen de libertades y derechos nunca conocido en España, logrados en un tiempo sorprendentemente breve. Su responsabilidad en la gestación de la democracia es mayor que la de cualquier otro político, junto a la del rey.

No fue un ideólogo: su gestión de la transición no partió de grandes análisis teóricos. Su brillantez, lo que le convirtió en un político excepcional, quedó asociada a dos circunstancias: su habilitad para el pacto y para sortear los riesgos de la liquidación de la dictadura; y la búsqueda de un modelo político equiparable al de las democracias occidentales. En esto quizás se guiaba por la intuición y la adaptación a las circunstancias, no por la definición previa de nítidos ideales, pero su modelo representó la tolerancia y la superación de inquinas históricas.

Sus primeros pasos políticos, dentro del Movimiento Nacional, no hubiesen permitido pronosticar que pasaría a la historia como el impulsor de la democracia en España. Sin particulares conexiones con las familias del régimen y alejado de la ortodoxia rancia del franquismo, prosperó en este gracias a su ambición política, su indudable simpatía y la eficacia en la gestión. En vísperas de la transición tenía ya una seria experiencia política en aspectos tan importantes como el gobierno local –fue gobernador civil de Segovia–; la gestión del principal medio de comunicación, como director de TVE, y la dirección de un ‘partido’ político, el Movimiento, del que fue secretario general, además de su presencia en el Gobierno de Arias Navarro.

Era su bagaje cuando a comienzos de julio de 1976 el Rey propició el cambio de gobierno y la designación de Adolfo Suárez como presidente de Gobierno, ante la sorpresa general, pues, sin perfiles nítidos, había pasado desapercibido. Empezó entonces la transición en firme que, vista en conjunto, fue muy rápida. Antes de un año se habían celebrado las primeras elecciones, tras un proceso cuya propia celeridad asombra. Incluyó conversaciones más o menos discretas con la oposición democrática, la formación de un grupo para impulsar la transición y decisiones de calado en un proceso tan difícil como el desmantelamiento de una dictadura desde dentro. Resultó característica, además, la gestión personal que Suárez realizó de las cuestiones más arduas.

El pragmatismo y la valentía política acompañaron a las iniciativas que se sucedieron en pocos meses: la Ley de Reforma Política, con la que el régimen franquista se hacía el harakiri, la legalización de los partidos y sindicatos, la del partido comunista, las leyes de amnistía, la convocatoria de las primeras elecciones democráticas: resulta imposible encontrar en nuestra historia otra secuencia de acontecimientos tan transcendentales y de consecuencias tan duraderas que se sucediesen en tan breve tiempo. Que además protagonizase tales cambios en medio de una aguda crisis económica, sin que faltasen convulsiones sociales ni el embate de distintos terrorismos, hace de los primeros pasos de la transición un periodo excepcional.

La búsqueda del consenso caracterizó a su siguiente etapa como presidente de Gobierno, la que se inició tras las elecciones de 1977. El dinamismo pragmático de Suárez explica también la envergadura de los cambios que impulsó entonces, sea los Pactos de la Moncloa, la Constitución democrática o la gestación del Estado de las autonomías desde un régimen centralista. Seguramente, la agitación militar, el cainismo de la UCD y el alejamiento del Rey le llevaron a su dimisión de enero de 1981, antes del 23-F en el que encarnó la dignidad de la democracia. Había sido un político de Estado en mayor grado que ningún otro. Lo que se llamó la travesía del desierto, con el CDS, no le llevó a ninguna parte, pero aun así confirmó la impronta de un político único, que siguió un camino que no estaba pautado y que era capaz de correr riesgos.

Los reconocimientos le llegaron tarde, se ha dicho con razón. El del PNV le llegó de los primeros, ya en 1984, cuando le pedía «perdón» por los desaires. Le reconocía su valentía y su contribución decisiva al logro de la autonomía vasca, mediante los conciertos económicos y el estatuto.

La vida política de Suárez presenta sombras y luces, como la de todos, pero en su caso las luces se imponen nítidamente sobre aquellas. Al dejar la presidencia del Gobierno, España no sólo era infinitamente mejor que cuando llegó: era otra España.