A VECES LOS políticos aciertan en sus expresiones. De uno de ellos (francés, procedente de la sociedad civil, Nicolas Hulot) escuché hace unos días estas palabras: «La esperanza es una locura necesaria». Desafía las meras expectativas razonables prendidas de la inercia de las cosas, y se atreve a lo imposible, como (casi) ocurría en las «afinidades electivas» de Goethe. Bajando de la novela a las prosaicas aguas turbias de la política, las palabras en el caso actual reflejan la situación de un ecologista que cambia de pareja política, entra en un gobierno inédito y se prepara para lidiar con el tema de la energía nuclear. Y entonces imagina que «el milagro» puede realizarse, mediante una suerte de conversación, reconstruyendo la decisión política en términos de un proceso, un camino, que puede alumbrar incluso un entendimiento entre los opuestos, pensando quizá que el entendimiento no es, muchas veces, sino el fruto de rectificar una y otra vez una serie de malentendidos.
Claro está que encerrarse en el sí o el no parece más fácil. Sobre todo a los políticos voluntariosos, los medios de comunicación dramáticos y los sectarios de turno. Y el público se puede dejar llevar. Todos hacen como que saben. En realidad, no sabiendo mucho de las razones de las cosas, creen que basta con afirmarse de izquierdas o derechas, de arriba o abajo, del centro o la periferia, de los (muy) indignados o los (casi) satisfechos, de los populistas o los globalistas, de la sociedad abierta o la cerrada, de los que miran al futuro o al pasado, etcétera. De algo que se entendería con poco más que un golpe de intuición y se asumiría como un acto de decisión, evitando las preguntas sobre el qué y el por qué y con qué efectos, para concentrarse en un ordeno y mando, en un «lo que hay que hacer» es esto.
Pero mira por donde, contra todo pronóstico, he aquí el aparente milagro por el que ha surgido Emmanuel Macron, no con el respaldo de una modesta suma de 70.000 militantes sino de la 300 veces más rotunda de 20 millones de votantes. Con una idea clave de rassemblement, integración o confluencia de izquierda, centro y derecha, de gentes de diversa edad y condición, con un lenguaje de reconciliación incluyendo una apelación al amor (nada menos), y un lenguaje de dar razones, sugiriendo un programa de ajustes y reformas prudentes, que, no empañadas por cargos de corrupción, son grosso modo sencillas de entender (de hecho han sido prometidas, e incumplidas, en una variante u otra, desde hace más de una generación). Y con ello, los electores le han tomado la palabra, y él ha conseguido la aquiescencia y el voto favorable de dos tercios del electorado. Dos tercios renuentes a aceptar justo lo opuesto: un lenguaje incivil y de confrontación, confuso, aparentemente hecho menos de razones que de desplantes.
Lo ocurrido en Francia hasta ahora (porque de lo que ocurra luego, habrá que dar razón en su momento) llama especialmente la atención visto desde la España de estos últimos años.
Sugiere el espectáculo de un juego de parecidos y contrastes, de espejos invertidos. Aquí, en España, la voz de los políticos es extraña. Unos apenas hablan; y otros son héroes poco menos que monosilábicos del «no es no» y el «yo es yo» y lo que «se puede se puede» y cosas semejantes. Estentóreos, reiterativos, muy a tener en cuenta, pero algo vacuos. Y sin embargo, a la postre, hay una voz de la sociedad menos audible pero que está ahí, en el espacio público, y es bastante articulada y bastante numerosa. Mira por dónde es también la voz de dos tercios (por no decir tres cuartos) de la sociedad, digamos que como el electorado de Macron, que nuestras elites apenas escuchan, entretenidas en escucharse a sí mismas.
Y aquí lo que podría ocurrir es… un milagro. O por volver a la imagen de las afinidades electivas: un cambio, o una serie de cambios, de parejas. ¿Cuál era el mensaje de la novela de Goethe? Que a veces las relaciones establecidas, digamos, convencionales se rompen porque surge, o resurge, la atracción, la afinidad, por otra persona a la que uno se siente (se supone, mucho) más cercano, en el fondo. Razones de fondo, con sus dudas y dramas consiguientes. Esto es obvio que se aplica a la vida política. En el continuo baile de la política los cambios de parejas son frecuentes; y se dan entre los segmentos sociales más variados y los partidos que se supone les han representado, y a los que han sido fieles, largo tiempo. Como pueden atestiguar los socialistas franceses: de ser tanto a quedar en tan poco, en un tiempo tan breve. Una parte de las clases populares se les ha ido, sintiendo más afinidad con Marine Le Pen, o Mélenchon; y una parte de su electorado de clases medias, con Emmanuel Macron.
CADA PAÍS ES diferente y no se trata de aplicar el mismo esquema a todos. Pero da que pensar que ese mensaje de reconciliación y de racionabilidad (todavía sin testar), que parece haber encontrado (en buena medida por azares del destino) su eco y su simbolismo político (quizá precario) en Francia, es análogo con lo que sabemos del mensaje que se expresa en la voz de una amplia mayoría de la sociedad española del momento, quizá a la espera de sus variedades de Macron (o Macrones) de turno.
Con lo cual ya tendríamos una buena noticia que darnos. No es seguro que tengamos los políticos que necesitamos. Pero por lo pronto nos tenemos a nosotros mismos. Tenemos dos tercios del país relativamente preparados para «cambios de parejas», no por mero capricho, un cruce de miradas, sino con palabras cargadas de razones.
No hablo metafóricamente. Me baso en datos de encuesta, que tienen su límite pero también su alcance. No en los votos, que responden a las ofertas partidistas como pueden, con un sí, un no o un no contesto. Se trata de los datos analizados en mi trabajo La voz de la sociedad ante la crisis (Funcas 2017).
Por ejemplo, no hay duda de que en torno a tres cuartos de los españoles se sienten europeístas bastante convencidos. No es una mera adscripción coyuntural, interesada. Es hacer nuestra la dirección última en la que avanza el barco que nos lleva, con nuestro consentimiento, como algo que pertenece al orden natural de las cosas, o mejor, al tiempo histórico en el que estamos instalados desde hace siglos. Además, lo que imaginamos de ese futuro (que nos afanamos por adivinar) sólo nos hace ser más europeos, más un «nosotros» europeo, aun con su diversidad interna. La necesidad de responder a los retos inmediatos, obvios y graves de crisis, desempleo, terrorismo, pero también la de cumplir las promesas de transparencia, justicia, impulso y sentido de la comunidad, no hacen sino reforzar, directa o indirectamente, esta experiencia.
Ello se conecta con el sentimiento de un estar en el mundo juntos de una determinada manera, organizados por un entramado institucional que se define en buena parte por lo que no es: no es una economía estatista y colectivista, no es un régimen autoritario o bonapartista. Es alguna variante de una economía de mercado cum Estado de bienestar, es una democracia liberal con un espacio público (ideal o potencialmente) protagonizado por los ciudadanos mismos, por la sociedad civil, es una sociedad plural poblada de grupos y redes sociales e individuos diferentes y libres. Y es el legado de una modernidad cultural complicada y dramática, pero con una matriz cultural que contiene la esperanza («locura necesaria») de «un mundo mejor». Todo ello es susceptible de degradación (a menudo) y de perfección (posible…), pero al menos con frecuencia, es más bien habitable. Y lo es por contraste con regímenes totalitarios de los que se tiene una memoria relativamente cercana. Inolvidables. Porque para nosotros, los europeos, «olvidar el ser» del ser humano (esa preocupación de algunos filósofos) tiene ese sentido histórico próximo: el de olvidar los totalitarismos que han troceado, confundido y desangrado nuestro siglo XX, y lo que nos condujo a ellos.
La sociedad suele tener sus reservas respecto al diseño específico de ese entramado y su modo de funcionar, y muchos piensan que la democracia y el capitalismo cum sistema de bienestar en particular, necesitan de rectificaciones importantes. De hecho, adoptan posiciones a este respecto que, sin ser las de los políticos y los expertos, aportan su sentido común, su sentimiento de justicia, sus saberes específicos y sus conocimientos locales y prácticos. Ello es indispensable para llevar adelante una conversación cívica y un ajuste y reajuste continuo de las decisiones colectivas, que permitan aprender, experimentar, reflexionar sobre lo que vamos haciendo. Sobre el rumbo.
No es asunto fácil de prever y explicar; pero no es un misterio insondable. No hay arcana imperii a los que sólo los poderosos tengan acceso. Nadie tiene acceso a ellos. Pero caben imaginaciones y aproximaciones, que se vayan corrigiendo. Por eso es preciso combinar los rituales que refuercen los sentimientos morales justos, y con ello la confianza en uno mismo, con los razonamientos que den lugar a un continuo ensayar y una suerte de aprendizaje colectivo.
En consonancia con ello, la voz de la sociedad aboca a expresar y poner de relieve la necesidad de crear y recrear una y otra vez una comunidad de gentes libres, justa y razonable, implicada en una suerte de conversación, aunque sea a medias. De ahí la apelación al Estado como el símbolo de la nostalgia y la aspiración de la sociedad por verse a sí misma como una comunidad capaz de resolver problemas, de representar las diferencias de sentimiento y de interés, y de unir los diversos segmentos del conjunto.
FUNDAMENTAL A ESTE respecto es el cuidado de las formas, porque la comunidad es imposible sin ese cuidado. Aquí, de nuevo, pero con mucho más énfasis, la voz de la sociedad es inequívoca y rotunda. Y en pocas ocasiones como ésta se hace más palpable lo que los ciudadanos entienden como una diferencia profunda entre el tenor de su voz y el de la voz de los políticos.
Los ciudadanos piensan que los políticos no se escuchan entre sí, o lo hacen sólo para rebatirse (89%), mientras que ellos creen que el debate público debería ser una oportunidad para que todos aporten algo y aprendan (83%). Los ciudadanos afirman que los políticos no se preocupan por lo que ellos piensan (77%). Incluso imaginan que los políticos intensifican los sentimientos de hostilidad de sus bases sociales hacia los partidos contrarios para hacer imposible un compromiso con ellos (63%); o, yendo más lejos, que los políticos descalifican a sus adversarios para desviar la atención del público de modo que éste no vea que no son capaces de resolver los problemas del país (59%). Y, por descender a un tema particular, los ciudadanos creen que, en las controversias sobre autonomías y nacionalismos, la mayoría de la gente tendería a llegar a acuerdos, mientras que los políticos promueven los conflictos (71%). Tampoco es que apuesten por que los políticos tengan una gran visión y energía para impulsar su realización; lo que priman es que tengan sentido moral y sentido común (77%).
Todo esto no lo dicen desde la altura de su autosuficiencia. Son conscientes de que saben poco de historia, de economía, sobre Europa. No saben qué hacer con su ambivalencia hacia unos políticos de los que desconfían pero a los que votan. Son un vaso medio lleno o medio vacío en lo que concierne a su interés por la política y su asociacionismo. Y, punto débil de todo el edificio, no confían mucho en los demás, en que se hagan bien las cosas, en que nos tratemos con generosidad.
Nadie es perfecto. Pero si lo reconocemos, al menos no nos engañamos a nosotros. Lo que es un posible punto de partida para iniciar un largo recorrido con objeto de recuperar la confianza, mejorar nuestros conocimientos, manejar la ambivalencia hacia la política. Tareas, por otra parte, muy urgentes si tenemos en cuenta el tiempo que nos toca vivir: la «nueva normalidad» del terrorismo yihadista, el riesgo de separación de Cataluña, la falta de empleo, la frágil gobernanza europea, lo poco que las élites saben sobre cómo manejar los imprevistos, lo confuso de los debates públicos. En fin, esos «detalles», que pueden apuntar muy lejos. Siempre a complementar, por supuesto, con las (muchas) buenas noticias correspondientes. En primer lugar, la de que nos tenemos a nosotros mismos.