Agitación o inhibición

JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO  23/12/13

Javier Zarzalejos
Javier Zarzalejos

· Tenemos a la política aquejada de un desprestigio profundamente enraizado en el malestar social y lastrada por la percepción de su irrelevancia.

Mientras esperamos a ver cuáles serán los nuevos paradigmas culturales que surgen de este paisaje después de la batalla dejado por la crisis, pocas dudas hay de que la política, en la idea que tenemos de ella, parece una de las piezas mas claramente dañadas. Un daño que la política sufre en un doble sentido. Por un lado, en lo que tiene de actividad, de dedicación honorable, reconocida y valiosa para la sociedad. Por otro, la política entendida en democracia como confrontación pacífica de opciones distintas sobre lo común.

La crisis deja una ciudadanía que mira a la política, en el mejor de los casos, con desprecio. Vuelca la descalificación más acerba sobre la actividad pública y presume la culpabilidad del político ante cualquier alegación que se haga en su contra. Reclama políticos de la máxima cualificación pero, al mismo tiempo, son las voces más incendiadas las que ganan el debate cuando exigen que el político sea reducido a la pobreza para que acredite –como si se tratara de un voto sacerdotal– su entrega desinteresada a la comunidad. Se queja de una indeseable ‘profesionalización’ de los políticos que les aboca a someterse a los dirigentes de sus partidos, y, al mismo tiempo, se denuesta, sin matiz alguno, eso de la ‘puerta giratoria’ que da continuidad a periodos de dedicación a la actividad pública con otros en la vida profesional privada. Se ha asumido la necesidad de que el político sea objeto de una regulación específica, que le sujeta a un estatuto legal animado más por la sospecha que por el imperativo de responsabilidad ante los ciudadanos. Se han creado y alimentado todas las condiciones para que la política en vez de atraer, expulse, hasta el punto de que la incorporación y el reemplazo de los políticos sea tal vez uno de los problemas mas serios para el futuro del funcionamiento y calidad de los partidos e instituciones.

El soporte que ofrecen a la tarea de gobierno los equipos de funcionarios con alta cualificación está resolviendo parcialmente el problema pero, por más que algunos quisieran revivir la utopía tecnocrática, política y administración son ámbitos distintos y, además, deben mantenerse distantes.

Los políticos, así en general, no deberían ser objeto de descalificación indiscriminada, pero el hecho es que lo son. Una opinión pública airada y escéptica, que cultiva la desafección hacia la actividad pública, no ha actuado nunca como impulso de ningún cambio regenerador. Alimentará en su ofuscación los discursos oportunistas del populismo, sea este partidista o mediático, pero no fomentará la renovación. Puestos a pescar los populistas prefieren mantener el río revuelto.

En el escenario ennegrecido de la crisis, la corrupción y el descrédito de los políticos están siendo interiorizados como una metástasis irreversible del sistema, que sólo puede esperar un final no demasiado traumático y la disposición discreta de sus restos. Por si esto fuera poco, la crisis de la política incluye también una percepción cada vez más extendida sobre su irrelevancia, de modo que si lo peor ocurre y ese colapso llegara a producirse, no son pocos los que creen que, al final, la disciplina impuesta desde Europa nos evitaría males mayores. Después de todo, en Italia se pusieron de acuerdo para que el antisistema Grillo no tocara poder y cuando Berlusconi amenazó con tumbar esa solución de gobierno, fue su propio heredero político el que se revolvió contra su mentor.

Tenemos, pues, a la política aquejada de un desprestigio profundamente enraizado en el malestar social y lastrada por la percepción de su irrelevancia frente a las fuerzas que realmente deciden, ya se llamen mercados o Merkel. La conclusión es fácil de extraer y, de hecho, muchos la extraen: la política se ha convertido en la costosa escenificación de la lucha por un poder del que en realidad no se dispone. Y para eso –añaden– no hace falta esta recargada representación de políticos, parlamentos, y discursos y administraciones que nos cuestan mucho dinero.

En este estado de opinión tienen mucho que ver las extendidas visiones conspiratorias de fuerzas externas que controlan nuestras vidas y la crisis de autoestima colectiva en la que nos encontramos instalados. Pero no podemos pasar por alto el hecho de que ese reproche de irrelevancia dirigido a la política denota la pérdida de los perfiles propios de las opciones antes bien diferenciadas cuando estas han tenido que afrontar la responsabilidad de gobernar. La izquierda ha tenido que hacer suyo el santo temor al déficit de la derecha económicamente más ortodoxa. Por su parte, la derecha ha asumido la subida de impuestos, incluso con alguna declaración de jactancia por haber superado a la izquierda en este empeño. La izquierda de Zapatero pedía perdón por no seguir gastando como hubiera querido. La derecha pide disculpas por apretar los tornillos a los contribuyentes. Si, además, los casos de corrupción se presentan repartidos a un lado y a otro, la caza a lo que ahora se llaman ‘partidos tradicionales’ disparando a todo lo que se mueve –si es el PP, con munición de grueso calibre– es una opción que cuenta con ruidosos seguidores. La otra opción es el repliegue en la privacidad y el alejamiento descreído de lo público a la espera de tiempos más estimulantes.

La política, en momentos en los que la prosa de gobierno se hace árida, tiene la enorme responsabilidad de evitar que haya más ciudadanos que crean que la agitación o la inhibición es la verdadera alternativa ante la habrán de decidir. Y no será nada fácil.

JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO  23/12/13