JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • El último Sociómetro demuestra que no es precisomantener siempre agitado el sentimiento nacional para que el nacionalismo obtenga los mejores resultados

Segura, satisfecha, ligeramente optimista, no demasiado polítizada, un tanto pagada de sí misma y moderadamente abertzale son los calificativos que mejor definen la sociedad vasca que ofrece el último Sociómetro hecho público por la Presidencia del Gobierno. ‘Quién te ha visto y quién te ve’ es la expresión que le viene a uno a la mente. Nada tiene, en efecto, que ver esta nueva imagen con aquella que de nuestro país nos habíamos forjado en los días en que el terrorismo golpeaba por doquier y la inseguridad, el decaimiento, el derrotismo y la exaltación dominaban de tal modo nuestras vidas, que nos creímos que fueran rasgos definidores de nuestro carácter nacional. Y ello ocurre, para mayor sorpresa, en un momento en que, si algún sentimiento domina en nuestro derredor, es el del temor por la pandemia y la desmesura de una confrontación política que comienza a afectar en no pequeña medida los comportamientos de la gente.

De entre todas los rasgos que ha sacado a la luz el nuevo Sociómetro, tanto por nuestra parte como por la de nuestros vecinos, se han puesto de relieve los que tienen que ver con lo que comúnmente se denomina sentimiento nacional. Las cuestiones que tan obsesivamente plantean nuestras encuestas sobre el quantum de vasquidad o de españolidad que cada uno exhibe se han convertido esta vez, y no es la única, en el gran punto de contraste frente a sondeos anteriores y de asombro para los analistas. Se esperaba, por lo visto, que, en el renovado ambiente de enardecimiento nacional provocado por la revitalización del conflicto catalán con el nuevo Govern, los eventuales indultos y la inminente mesa de negociación intergubernamental, los vascos nos habríamos dejado influir por el sentir general, marcando un punto de inflexión en la correspondiente línea de tendencia.

Se tiende e pensar que el sentimiento nacional es un sedimento estable, y no es así

No ha sido así. La opinión contraria al independentismo alcanza el más alto nivel de la historia de los sondeos, y el sentimiento vasco-español se alza a cotas igualmente desconocidas. La vasquidad no está, por supuesto, en entredicho, pero se muestra más tranquila y permeable a la alteridad y, en esa medida, por paradójico que parezca, más segura de sí misma. Se siente menos amenazada y no se manifiesta tan a la defensiva. Si se pregunta el porqué, habrá que responder que el efecto catalán se ha demostrado más disuasorio que provocador de emulación. Ha sido para nosotros un ‘déja vu’, la regurgitación de la malhadada iniciativa soberanista que promovió Ibarretxe con tan pésimos efectos y que sirvió para curarnos de espanto frente a futuras aventuras.

Se tiende a pensar que el sentimiento nacional es un sedimento que permanece estable en el cuerpo social, impasible a las variables circunstancias del entorno. Nada más lejos de la verdad. Se trata, más bien, de una sustancia sensible, que, dejada a su ser, se mantiene inmóvil, pero que tiende a hincharse o inflamarse cuando se la agita. La metáfora del soufflé no es del todo desacertada, por mal vista que esté en los círculos nacionalistas más aguerridos. Como él, o al igual que las mareas, sube y baja, y siempre lo hace por efecto de un actor ajeno. Se inflama cuando la agitan quienes tienen el poder y el interés de manipularla para su beneficio, bien por acciones que se ejercen desde el interior del cuerpo mismo en que habita, bien por agresiones externas. Ambas suelen concurrir y retroalimentarse. Miremos, si no, lo que está ocurriendo hoy en el escenario estatal, donde los nacionalismos se enardecen por efecto recíproco.

El problema surge cuando el agente interno o externo precisa de la agitación del sentimiento, de su inflamación, para favorecer sus intereses o incluso para asegurar su supervivencia. Y el riesgo es inminente cuando el apaciguamiento se juzga indeseable y se achaca a la desidia de quien, por posición o convicción, estaría obligado a mantener siempre agitada la sustancia inflamable. Los tibios y todavía dubitativos indicios que se atisban de que vuelva a resucitarse entre nosotros el fantasma de la cuestión nacional apuntarían a ese riesgo y serían premonitorios de nuevos tiempos ajetreados. Tanto apaciguamiento y tanta desinflamación de la emoción nacional parecen considerarse perjudiciales para quienes creen encontrar el éxito a través de su intermitente agitación. Como si el arrebato emocional fuera una obligación, y la templanza no constituyera un bien a preservar del que podrían sacar provecho quienes la defienden y fomentan. En la agitación o en la templanza se gana o se pierde la partida. Entre ellas hay que optar.