Cada uno de los caciques locales que fueron desalojados de feudos considerados hasta hace muy poco tiempo inexpugnables, era una bofetada en el rostro de un presidente al cual el ciudadano medio ha constatado como el más funesto desde la democracia.
«ASÍ es como acaba el mundo. No con un estallido, sino con un sollozo». T. S. Elliot da clave poética a lo que todo hombre sospecha: que sucede el fin de un mundo cada vez que un sistema de convenciones se desmorona, cada vez que eso a lo cual llamamos lo más evidente hace quiebra y aparece como grotesco tejido de convenciones tras del cual se parapeta un poder al cual no rozan jamás ni honradez ni inteligencia. El fin del mundo es siempre. Pero hay días en los cuales su simbólica emerge con la cegadora intensidad de lo insoportable.
Se acabó. El septenato necio terminó ayer. En la hecatombe electoral que hubiera debido consumarse hace tres años. La perpendicular da ahora sobre el vacío en el cual naufraga la máquina de acuñar votos que fue el Partido Socialista desde su reinvención en 1975 mediante aquella envidiable amalgama del dinero de la socialdemocracia alemana y del Departamento de Estado. Los inacabables años de corrupción y crímenes de Estado bajo González habían de mostrar hasta dónde puede llegar gente sin más objetivo político que el de enriquecerse deprisa y eternizarse en el Gobierno. Ocho años de normalidad gris bajo Aznar daban a pensar que, al fin, comenzábamos a sospechar lo que es la democracia: el aburrido sistema político en el quienes asesinan o roban en nombre del Estado van aburridamente a la cárcel. Luego, en el estupor que siguió al asesinato en masa del once de marzo de 2004, el poder cayó en manos de la gente más mortífera para un país civilizado: Zapatero es el cerebro de un adolescente no demasiado agudo, injertado sobre una ignorancia más allá de lo descriptible. Lo espantoso es que, tras la exhibición de eso a tumba abierta durante sus cuatro primeros años, el voto de 2008 volviera a darle en la urnas la presidencia, condenándonos ya irremisiblemente a la ruina en la cual hemos desembocado y que no hay manera de camuflar bajo retóricas de humanitarismo angelical, cantarín y faldicorto.
Lo de ayer tiene valor de referéndum. Nadie era tan estúpido como para fantasear que votaba a su particular alcalde o presidente autónomo. No es imaginable la unanimidad antisocialista del voto, si así fuera. Cada uno de los caciques locales que fueron desalojados de feudos considerados hasta hace muy poco tiempo inexpugnables, era una bofetada en el rostro de un presidente al cual el ciudadano medio ha constatado como el más funesto desde la democracia. No me apiadaré de esos caciques: son parte de un sistema de corrupción sistemática que ha alzado a los peores; y que ha despedazado cualquier fe del ciudadano decente en la políca.
Una última calderilla de vergüenza debiera bastar a quien no sea un simple ganapán a cargo de la hacienda pública para que constatase cómo todo se ha acabado, cómo prolongar esta agonía ocho meses más es un suicidio en toda regla, cómo hay que cerrar el ciclo, adelantar las elecciones generales, poner todo al servicio de una nueva administración que intente arreglar algo de lo destrozado. Una última calderilla de vergüenza. El drama es que nos las vemos con gente que carece de eso. Y así se nos acaba el mundo. Sin que el sollozo acabe en estallido.
Gabriel Albiac, ABC, 23/5/2011