IGNACIO CAMACHO-ABC
- Ese momento patético, entre la lástima y la vergüenza ajena, representa la calidad de la política de esta época
Herminio Rufino Sancho es sanchista en función de la lógica de su patronímico –de Sancho Panza procede por cierto el adjetivo pancista, que viene a definir al que acomoda su conducta en principal provecho de sí mismo–, pero también en la medida con que abraza la obediencia al jefe de su partido. Es el diputado del PSOE que se hizo un lío en la sesión de investidura de Feijóo y emitió un voto afirmativo alegando que la secretaria de la Mesa se confundió al pronunciar su apellido. Oyó Sánchez y le salió el ‘sí’ como un reflejo pauloviano que dejó a sus compañeros petrificados al creer por unos momentos que se iba a producir el temido ‘tamayazo’. A diferencia de lo que ocurrió con el parlamentario del PP Casero –otra lumbrera– hace un año, la presidencia de la Cámara le permitió obsequiosamente rectificar el fallo. Ni a uno ni a otro se les conoce actividad destacada como parlamentario; son los denominados ‘culiparlantes’, cuyo ejercicio representativo se limita a hacer bulto, calentar el escaño, aplaudir al líder, abuchear a los adversarios y votar sin hacer preguntas lo que diga el mando.
Sancho es diputado por Teruel, provincia donde tiene una pequeña ganadería y en la que fue llamado a encabezar la candidatura socialista en sustitución de un brillante miembro de la corriente crítica. Su puesto lo ocupaba antes Ignacio Urquizu, reputado profesor de Sociología con amplio currículum en universidades internacionales y abundante obra escrita, activo participante en foros de opinión y publicaciones científicas de su disciplina. Ocurre que Urquizu, acostumbrado a pensar con independencia, se significó contra Sánchez en las primarias que perdió Susana Díaz y goza de buena reputación entre los cuadros antioficialistas. La agrupación turolense lo eligió para ir el primero en la plancha electoral del 23J; el secretario general lo vetó, puso a dedo en su lugar al incondicional ganadero y a otra cosa. De esta manera tan reveladora rige la selección de personal en la política española.
Preguntado en los pasillos por su pifia, el protagonista de la anécdota ofreció una explicación aún más torpe que la confusión previa. Un momento patético entre la lástima y la vergüenza ajena. Y luego, sobre la amnistía, una declaración de franqueza: «Votaré lo que tenga que votar». Filas prietas, que no está el patio para escrúpulos de conciencia (el que los sienta). Ésta es la calidad de la política de esta época, éstos son nuestros legisladores y así funcionan los partidos que los escogen sin más criterio que el de la lealtad sectaria o más bien la docilidad ovejera. Fuera cualquier atisbo de autonomía ética, albedrío racional o simple inteligencia. Sancho y su rudeza agropecuaria, Puente y su zafiedad matonesca. La pregunta de si esta clase de gente nos representa quizá sea mejor no hacérsela. Porque es probable que no nos guste una respuesta sincera.