Para este Gobierno, la ley no es la garantía del orden social, sino un instrumento al servicio de sus conveniencias políticas. Y no me refiero hoy a los indultos catalanes, contra todos los pronunciamientos legales, ni a los cambios ‘a la carta’ propuestos para derogar el delito de sedición y sustituirlo por eso tan bonito de los desórdenes públicos agravados, ni a la previsión de modificar ‘ad hominen’ el de malversación, que ya han sido tratados en profundidad en estas páginas. Tampoco le voy a hablar de esa catástrofe legal de la ley del ‘sólo el sí es sí que está aligerando las cárceles de pederastas y violadores (¿no se va a tirar nadie por algún barranco?). No. Hoy me refiero a las leyes fiscales.
El sistema fiscal debe cumplir varios objetivos. Sin duda el primero es proveer de los ingresos necesarios para sustentar los gastos que prevén los presupuestos. Sería de agradecer que antes de apretar en los ingresos se tratase de mejorar la eficacia de los gastos, pero para este Gobierno esa actitud supone una grosería despreciable. Luego ha de realizar una tarea de redistribución para corregir las desigualdades excesivas que surgen en la sociedad y ayudar a los menos favorecidos. También sería de agradecer que se ayudase a quien lo necesita y se lo merece, pero esa segunda exigencia ha desaparecido de los manuales. Como el valor en el ejército, el mérito se supone aunque, como allí, sea una suposición exagerada. Y luego, las normas fiscales han de servir para promover la actividad y la generación de empleo. Un objetivo que hoy está completamente olvidado.
Para cumplirlo es absolutamente necesario que las leyes fiscales sean claras, objetivas y duraderas. No se puede estar cambiándolas cada tres cuartos de hora, porque entonces los agentes sociales no saben a qué atenerse y retraen sus decisiones de contratación e inversión. Si no lo cree, repase la localización de las próximas inversiones del sector energético. Este Gobierno ha batido varios récords en la materia. Como cuando la vicepresidenta tercera consiguió la aprobación de una de sus numerosas propuestas el mismo día y en la misma sesión en la que anunciaba su próxima modificación.
Acaba de pasar algo parecido con el impuesto a la banca y las energéticas. Han pasado solo 24 horas entre el rechazo frontal del Gobierno a todas las enmiendas presentadas y el rechazo frontal a rechazar todas las enmiendas presentadas. ¿La causa? La oposición planteada por los afectados no, porque eso es más bien un aliciente para el castigo. Las críticas de los organismos reguladores y de Bruselas, tampoco, porque ¿quiénes son esos pringados para oponerse a un gobierno tan lúcido? ¿Las amenazas de los socios que le sostienen quizás? Ahí le ha dado.