Nuevamente, el poder se impone con una prepotencia sin crédito, arrogándose la exclusiva de señalar cuándo es el momento oportuno. No se percata de que, al abrigarse, vuelve a quedar desnudo. El ejercicio de la política cuesta demasiado para el fruto que ofrece. Nuestros representantes no ganan mucho; el problema está en la rentabilidad social de su tiempo de trabajo.
La rueda de prensa ofrecida el jueves a la noche por las vicepresidentas del Gobierno glorificó uno de los mantras del poder: el momento oportuno. Dícese de ese instante decisivo cuya existencia está solo al alcance de la sabiduría gubernamental. Elena Salgado llegó a afirmar que «el momento oportuno es eso, el momento oportuno». Así se vienen explicando todos y cada uno de los pasos del período Zapatero. Con el mantra del momento oportuno, el poder trata de enviar el mensaje paternalista de que sus decisiones responden a la máxima racionalidad. Sin embargo, resultan evidentes las contradicciones, las tardanzas, la perplejidad y el desconcierto que muestra un poder que se mueve a tientas, y que de tanto arroparse acaba desnudándose ante la ciudadanía. Un problema que afecta al conjunto de las instituciones del Estado autonómico.
Las administraciones no han dado cuenta pública de los recortes que venían aplicando desde meses antes de la crisis griega. El presidente de Eudel ha denunciado que algunas obras del TAV se habían paralizado con anterioridad. Se han señalado ajustes en Educación que parecen evidentes, independientemente de que constituyan razón suficiente para una huelga. El capítulo de transferencias y subvenciones se ha ido podando en todas partes, en ocasiones recurriendo a la dilación en la toma de decisiones. Puestos de trabajo público anunciados que se difuminan, programas de formación que desaparecen, obras que se quedan en el proyecto, subvenciones que se reducen. Los afectados muestran su sorpresa en silencio, y la oposición de los distintos parlamentos y consistorios ni siquiera ha preguntado sobre todos estos recortes realizados de tapadillo. Incluso cuando se anuncia que la prestación de la Ley de Dependencia no se retrotraerá al momento de su solicitud se impone el olvido sobre su renuente aplicación.
Es inevitable preguntarse por qué algunas decisiones de reajuste no se adoptaron mucho antes. De pronto se descubre que es posible reducir la factura de las recetas expedidas por el sistema público de salud mediante el abaratamiento de los fármacos. Se admite que el puerto exterior de Pasaia podría quedarse en la mitad de su proyecto inicial. O, en el último minuto, se anuncia con decisión que Tabakalera dará lugar a un centro de cultura contemporánea menos costoso.
Si hoy pueden fusionarse empresas públicas o reducirse sus equipos directivos, no se explica su existencia anterior, y mucho menos la gestación recentísima de algunas de ellas. Eso sí, ninguna institución declara superfluo un proyecto que ha alentado hasta ayer mismo. Todas anuncian los recortes como muestra de coherencia. Aunque no se sepa qué destino tenían los ochocientos millones que se recortarán de la ayuda al desarrollo durante este año y el próximo. Y mejor no preguntar sobre el Plan E y su doble convocatoria: era lo que correspondía en aquel «momento oportuno».
Sorprende la naturalidad con la que, mientras se proclama el mayor reajuste presupuestario de la democracia, son noticia realizaciones, proyectos de inmediata ejecución y planes de futuro que inundan los medios como si tal. Como si la Alhóndiga pudiese orbitar en un universo distinto al de la austeridad. O fuese tan inevitable como el propio tijeretazo que las «hormigas» de la Vizcaya oficial corran a colocar la primera piedra del nuevo San Mamés.
Es lógico que los recortes pongan al desnudo lo intocable; una trama de intereses indiscutidos que siempre quedarán a salvo porque cuentan con algo a lo que no piensan renunciar. En este sentido, es probable que en la reunión del próximo lunes entre Gobierno y diputaciones cada cual opte por respetar los tabúes de los demás para poder alcanzar un mínimo entendimiento.
Todas estas cuestiones conducen al problema crucial del cuadro de ingresos y gastos que las administraciones están pergeñando a cuenta del obligado reajuste. Del reajuste que están operando sobre el Estado del bienestar. La jactanciosa expansión del Estado de los derechos sociales y de las infraestructuras se contrae de pronto sin autocrítica alguna. Por eso es de temer que los gestores públicos estén afrontando tan apurado momento como si fuese solamente coyuntural. Mientras, a la espera de que esto pase, se aprovechan del estruendo general para establecer prioridades y relegar iniciativas con el racional argumento de que por algún sitio hay que cortar.
Todas esas preguntas y muchas más requieren respuestas parlamentarias de largo alcance que los partidos no están capacitados -ni siquiera autorizados- para encontrar. Claro que los parlamentarios y demás cargos electos no fueron colocados en las candidaturas para diseñar el futuro. No es el momento oportuno, se dirá, porque ahora se trata de salir del apuro como sea y cuanto antes. Nuevamente, el poder se impone con una prepotencia sin crédito, arrogándose la exclusiva de señalar cuándo es el momento oportuno.
No se percata de que, al abrigarse, vuelve a quedar desnudo. El ejercicio de la política cuesta demasiado para el fruto que ofrece. Los parlamentarios vascos, como los diputados y senadores, no ganan mucho; más bien ganan poco. El problema está en la rentabilidad social de su tiempo de trabajo.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 22/5/2010