Si hubiera que encarnar en una fuerza política la perturbación de la paranoia habría que mirar hacia el PSOE que dirige Pedro Sánchez o, mejor aún, a Podemos y su macho alfalfa, Pablo Manuel Iglesias Turrión. Iglesias, que fue apeado de la política por Isabel Díaz Ayuso, y de los debates electorales por Rocío Monasterio se ha plantado ante estas elecciones generales con una ejecutoria lamentable: Él resignó su vicepresidencia en Yolanda Díaz, que le falló en los primeros compases, su ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 en Ione Belarra, que le salió rana al universo mundo por una incapacidad que solo admite parangón con su compañera de pupitre y avecindada de tálamo del propio Iglesias.

Pablo Iglesias ejerció de copresidente del Gobierno, vale decir que tenía la misma facultad que el artículo 100 de la Constitución asigna a Pedro Sánchez: proponer el nombramiento y la separación de SUS ministros del Gobierno. De ahí que Sánchez no se haya atrevido nunca a destituir  a los ministros de Iglesias, a pesar de lo acémilas que han resultado. Hay que fijarse en la parte podemita del Gobierno y comprender que las niñas de El Resplandor, el proponido Garzón, los dos ministros de Universidades y Yolanda Díaz son media docena de inutilidades difícilmente empeorables, aunque Yolanda le haya salido rana a su proponente. Ella le contó a Évole el pasado mes de abril  que cuando Iglesias la designó ‘a dedo’ le dijo: “te voy a joder la vida”, que es como se formulan las verdaderas promesas de amor. Ella, en justa correspondencia, le llamó ‘cabrón’.

Las cosas no han terminado bien, claro. No ha habido manera de que Sumar, la curiosa formulación que encabeza Yolanda, y Podemos hayan llegado a un acuerdo para las pasadas elecciones municipales y autonómicas, ni parece que vayan a llegar para las del 23 de julio. ¿Y qué ha hecho Pablo Iglesias en semejante tesitura? Desatar todas sus fantasías paranoicas: ha acusado a Más Madrid, Comunes y Compromís de vetar a Podemos en sus listas electorales. Lo verdaderamente asombroso es que no haya dirigido reproche alguno al verdadero responsable de su catástrofe. Bueno, al verdadero, no, que ese es el pueblo español que le ha negado el pan y la sal y sobre todo los votos.  Pero después está el Gobierno que proporcionaba a este diario el pasado lunes un titular muy vistoso: “Moncloa sentencia a sus socios: “Han perdido, hay que prescindir de ellos”.

Puede parecer asombroso, pero la aparición de Sánchez entre los suyos fue un nuevo pentecostés que dejó a todos la llama de la sabiduría flotando sobre sus cabezas. Todos aplaudieron como burros y salieron de allí creyendo que el Maestro les había hecho ganar las elecciones. En realidad habían perdido seis comunidades autónomas y la ciudad autónoma de Melilla, así como las alcaldías de Valencia, Sevilla, Palma, Castellón, Valladolid, Burgos y algunas otras. Decir que Podemos había perdido las elecciones es otra manera de contar los hechos y el sanchismo es una máquina de enunciar verdades alternativas.

Es verdad que Podemos ha bordado primorosamente la catástrofe electoral que con tanta dedicación se venía trabajando, pero además se ha granjeado la antipatía de todo el mundo, digamos, por ejemplo, la de los quince partidos amontonados en Sumar que no acaban de encontrar en las listas de sus circunscripciones un hueco en puestos de salida para Irene Montero y Pablo Echenique, que no gozan precisamente de simpatía en los lugares por donde pasan.