Cristian Campos-El Español
 

Dice el colaborador de esta sección y sin embargo amigo Dani Ramírez, alias el Judas de Pamplona, que el columnismo literario es el columnismo bien escrito. Ya le preguntaré qué entiende él por escribir bien, porque hoy escribir escribe cualquiera. «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, el ingenioso hidalgo don Emiliano García-Page, micrófono en astillero, jefe de prensa flaco y coche oficial corredor, ha afeado ante su señor Pedro Sánchez los duelos y quebrantos provocados por sus pactos con EH Bildu».

En España sólo hay dos periodistas que han criticado en público el columnismo literario, que es el columnismo de salón. Una es Rebeca Argudo y el otro, yo. Rebeca es libre de darse por aludida, pero yo no puedo hacerlo porque desconozco lo que es escribir bien. Quiero decir, que esa es una valoración literaria, no periodística.

Para algunos lectores, escribir bien será escribir pomposo y rococó, rizando volutas de humo en el aire mientras el autor le habla de la beatífica escarcha que se posa, ¡bravo, bravísimo!, sobre las hortensias de su jardín con esa delicadeza etérea que corrobora la existencia, ¡quelle chance!, de Dios.

Para otros, escribir bien será lo que hacían GalaUmbral o Benet, al que nunca he sido capaz de leerle más de un párrafo, que en su caso equivale a un centenar de páginas.

Yo creo que no existe mejor detector de humos que el lingüístico. Allí donde un grupo social genera un lenguaje propio, con términos arcanos y una semántica inaccesible para los profanos, hay alguien intentando fortificar, esforzado, una parcelita de poder. Jueces, abogados, catedráticos, funcionarios, filósofos, politólogos, políticos, escritores, artistas y columnistas son especialistas en construir fortalezas de papel porque les va el estatus en ello. Todos ellos escriben mal porque cuanto peor lo hagan, cuanto más compliquen lo sencillo, más respeto merecen de los suyos. Que se les entienda no sólo es secundario para ellos, sino también contraproducente.

Y eso es exactamente lo contrario de lo que debe hacer un periodista. No echar a patadas al vulgo del alcázar de la literatura, sino derribar sus muros y atraer al máximo número posible de habitantes al lugar. Por eso el columnismo literario es la antítesis del periodismo y la victoria del uno supondría la muerte del otro. Porque el columnismo literario aspira al 1% y el periodismo al 99%.

La paradoja es que el mismo columnista que echa a los lectores a patadas de su columna vive corroído por la ansiedad del clic. El columnista de salón es como Ciudadanos, un partido al que no le gustaban sus votantes y que los prefería más moderados, más exquisitos, más guapos, más del PSOE bueno, pero a millones. ¡Una elite de diez, doce, cuarenta millones de españoles!

De esa esquizofrenia los periodistas nos hemos librado. Cuando uno no debe casar sus pretensiones literarias con la necesidad de un tsunami de lectores vive feliz escribiendo recto.

Quienes no tienen la escritura por oficio, como la tenemos los periodistas, suelen creer que escribir bien es escribir rizado. Luego despejas los rizos y te quedas con una ciclópea calva de ideas. El columnismo de salón es el peluquín de los escritores que tienen la gran novela española en el útero desde hace décadas, pero que hacen tiempo en los diarios hasta el momento en que se produzca el parto. Algunos viven bastante bien del embarazo psicológico hasta mucho después de que les haya abandonado la menopausia.

No es el caso de Dani, alias el Felón de Pamplona, y perdón por el vayapordelantismo. Pero sí el de muchos columnistas que viven de la mística del columnismo decimonónico y que no han puesto los pies en una redacción desde que se les llamó para que se hicieran la foto. Esos son capaces de escribirte el Ulises, pero les encargas un breve de sujeto, verbo y predicado, y les da una embolia.

Confieso que a mí escribir bien nunca me ha preocupado y que cuando le halago a algún colaborador lo bien escrito que está tal o cual artículo me refiero única y exclusivamente a lo fácil que se lee. Citaba Arcadi Espada en sus clases de periodismo en la Pompeu Fabra de Barcelona el libro de estilo de un diario sueco (no me pregunten cuál) que exige a sus periodistas escribir «corto, claro y en sueco». «Y algunos periodistas españoles se lo han tomado tan en serio que, efectivamente, escriben corto, claro y en sueco» añadía. Luego Arcadi escribe en francés, pero también es verdad que él siempre insistía en que hiciéramos lo que decía, no lo que hacía.

La lección, en cualquier caso, quedaba. Un periodista no debe aspirar a escribir bien, que es un gusto subjetivo, sino claro, que es una característica objetiva. Porque los periodistas no estamos ahí para que nos alaben el interiorismo retórico, sino para comunicar. Qué aspiración más pequeñoburguesa, por cierto, la de esos cafegijonistas que aspiran a escribir bien: Passi, passi, que veurà la columneta.

Hace años trabajé en una editorial de libros de arte donde hice unos cuantos sobre graffiti, cuando el graffiti estaba de moda. Un día le pregunté a un graffitero español si no le molestaba que una obra monumental que a lo mejor le había llevado dos semanas de trabajo amaneciera 48 horas después cubierta con las firmas de los niñatos del barrio. «En absoluto, es el ciclo de vida del mural». El tipo parecía completamente en paz con esa realidad, y confieso que pocas frases me han influido tanto profesionalmente como esa. Ese contraste entre la pintura de museo, destinada a sobrevivir durante siglos, y el graffiti, destinado a morir en unos pocos días, es el mismo que existe entre la literatura y el periodismo. El columnista que aspira a que sus columnas «queden» se está equivocando de oficio. Somos graffiteros del teclado, no literatos destinados a la posteridad. Y hasta que uno no comprende eso, no es periodista.

No, Dani, alias el Conspirador del Chilindrón. Tú no haces literatura, por suerte para ti, porque la literatura es la enfermedad infantil del periodismo. Tú haces periodismo, no columnismo del que le pasa la manita por el lomo a sus otros amigos columnistas («el mejor de todos nosotros» y todas esas tonterías tan Pierre et Gilles). Mal irás el día que se te relegue con todos los honores al panteón de los columnistas literarios, esa segunda B de corchopán autorreferencial del periodismo, porque eso querrá decir que ya no eres periodista. Que es por otra parte lo mejor que se puede ser en esta vida.

Otra cosa, por supuesto, es que la gente pueda escribir como le da la gana, si su jefe de Opinión se lo permite. Pa’gustos, colores.