JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC
- El PSOE ya venía fino en materia de corrupción, pero el eco ensordecedor de los ERE, por citar su más sonado robo caciquil, no procedía de la era Sánchez. Esto del sanchismo era otra cosa
Tan seguro estaba el presidente del Gobierno de que la Fiscalía dependía de él, que lo soltó delante de las cámaras. Al autócrata no le gustan las malas noticias, y cuando le contaron la ley se dijo que él no se equivoca, que todos podrían comprobar cómo su afirmación pasaba a ser cierta. Encontramos la última confirmación en un ministerio público que no solicita prisión para Putito Berni pese al peligro de destrucción de pruebas y a la oposición por escrito del juez. Un ministerio fiscal que se niega a registrar el despacho del pájaro. Sí, es una obscena protección de los intereses bastardos del PSOE, pero así demuestra el doctor Fráudez que él no se equivoca. Valida el error haciéndolo consuetudinario. Enterado de lo imposible («Presidente, esto no funciona así»), el despotilla repite o hace repetir una y otra vez lo que tenía vetado para que se convierta en costumbre, nadie le tosa, los medios lo normalicen y el PP decida un día incierto pero seguro no criticarlo para no crispar, dejarse de líos, centrarse en «lo que a la gente le importa», no dar balones de oxígeno y demás modalidades de la rendición. Sabe el tiranuelo de la oposición blandita, toffee cremoso.
Otro ejemplo de validación del error es la sistemática zancadilla al protocolo debido cuando está el Rey presente. También hubo una metedura de pata en origen, una falta que habría quedado en nada si el gran Narciso no fuera tan rencoroso ni tuviera tan bajo el umbral de la vergüenza: un día se encontró en la incómoda tesitura de ser ligeramente desplazado, junto a su cónyuge, para ceder el protagonismo al símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Sánchez se creía un par del Monarca. Incluso, por qué no, un ‘primum inter pares’ en plan L’Oréal, porque él lo vale. Otro tomaría nota y olvidaría la torpeza novata. Pero él no. Él no yerra jamás, lo que significa que iba a convertir en normal, en norma, el desaire a Felipe VI. Cada vez que coincidiera con él impostaría una naturalidad grimosa, una familiaridad extemporánea, y haría el indio por sistema, se conduciría como si paseara con un primo de Cuenca al que le está enseñando Madrid, tomando él la iniciativa, pasando por delante del Rey, ninguneándolo así en la forma tanto como en el fondo, que ya es decir. ¿Cómo no va a contravenir los protocolos quien alardea, como un Chávez o un Maduro cualquiera, de estar por encima de la ley? Sí, habiendo sido declarados inconstitucionales los estados de alarma, afirmó el sátrapa: «Lo haría de nuevo». Declaración que repugna al demócrata y por la que asoma el dictador. Apenas más leve que la de sus socios golpistas: «Lo haremos de nuevo».
El PSOE ya venía fino en materia de corrupción, pero el eco ensordecedor de los ERE, por citar su más sonado robo caciquil, no procedía de la era Sánchez. Esto del sanchismo era otra cosa. Sus abusos y arbitrariedades tenían lugar a la luz del día y gozaban de patente de corso por su validación de lo inadecuado y de lo arbitrario. Las acusaciones habituales, reconozcámoslo, no atañían a crudas mordidas, sino más bien a la existencia de cónyuges beneficiados por la pedrea del Presupuesto. Pero, sobre todo, a la meticulosa y sistemática degradación de los fundamentos de la democracia, a la desvirtuación de sus principios, a la toma indisimulada de las instituciones, a la colonización partidaria de los órganos, a la liquidación de la división de poderes y del sistema de controles y equilibrios, al abuso del indulto, a la confección de un Código Penal a medida de sus cuates delincuentes y separatistas o de sus sueltavioladores, al desarme del Estado. Ya saben. Aunque parezca mentira, estos excesos los estaban vendiendo como una especie de regeneración los medios afines y se los estaban comiendo con patatas, no sin alguna náusea, los predicadores de la moderación, obsesionados con ocupar un lugar equidistante entre el bien y el mal. Pero entonces, en el tramo final de la legislatura, sale a la luz una descarnada trama de corruptos horteras que salpican al grupo parlamentario en el Congreso. Y la hipocresía queda a la vista desnuda, procaz, devastadora, insoportable. Tanto como para que los más morigerados analistas la consideren suficiente, esta vez sí, para borrar el sanchismo de la historia de España y convertirlo en un incómodo recuerdo, a enterrar bajo toneladas de tierra, losa y olvido. Adiós, PSOE de la moralina.
Adiós, pandilla de fariseos. Hasta nunca, impostores. Confinabais al personal en sus casas y os ibais, como gañanes enriquecidos, a regalaros el cuerpo con mariscadas sindicales. Todo coronado para los más privilegiados, cuyos nombres conoceremos un día, no lo dudéis, con farlopa y pilinguis. Después de votar por la criminalización de los puteros. Puteros. Así llamaban esos sinvergüenzas a los contrarios a la prohibición. A los que defienden que dos personas mayores de edad pueden convenir libremente un intercambio de sexo por dinero. A los que distinguen entre la trata y la libre decisión. A los que instan a reprimir la primera con más fuerza y más eficacia, y a regular la segunda. Puteros. Eso tenían que oír los liberales de boca de los comunicadores del régimen, de los políticos falsarios que, después de ponerse dignos, se iban en fila al lupanar rezumando perico a costa de terceros. Si te vas de putas, socialista, mira que sean libres, págalas tú y no des lecciones por la mañana. O bien hazte un Sánchez, valida el error, exhibe a la chica por la tarde en el Manolo de Jovellanos y preséntasela a los periodistas parlamentarios. Déjalo. Tanta escoria no hay quien la valide.