MANUEL CRUZ-El País
- No deja de resultar paradójico que la derecha, que tanta importancia da a la cohesión nacional, no acabe de saber en qué clave pensarla, más allá de las rutinarias exhortaciones retóricas uniformistas
En la República Federal de Alemania a nadie en su sano juicio se le ocurriría afirmar que el federalismo es cosa de izquierdas, de idéntica manera que tampoco a nadie en Francia se le ocurriría sostener que ser jacobino equivale a alinearse con la derecha. El hecho de que en lugares como España pueda haberse producido en un período histórico en particular una coincidencia entre formas de Estado y posiciones políticas no debería afectar a la esencia del asunto. Que, en definitiva, se resume en que tanto una concepción más unitaria como otra más descentralizada son perfectamente pensables con independencia de cualquier opción político-ideológica concreta.
Señalado lo cual, hay que continuar constatando que tan obvia premisa no parece ser considerada como tal por amplios sectores de la izquierda, que en cuanto disponen de la menor ocasión acusan de centralismo al Partido Popular, como si no les cupiera en la cabeza que este pudiera aceptar, sin la menor contradicción doctrinal, otras opciones. A quienes formulan la señalada acusación les da igual que la misma no resista la menor confrontación con la realidad, en la que el partido hegemónico de la derecha tiene un notable poder territorial. Tan notable —y, por cierto, efectivo— que incluso su anterior presidente, Pablo Casado, se vio defenestrado por una conjura de los denominados barones autonómicos, quienes colocaron en su lugar a Alberto Núñez Feijóo, procedente asimismo de una de las autonomías, en la que llevaba gobernando con mayoría absoluta desde hacía varios años.
Por si tales datos no resultaran suficientemente contundentes, cabría añadir que, de hecho, el hipotético recambio para el actual presidente del partido del que se ha venido hablando para una situación de emergencia (o de impaciencia invencible), Isabel Díaz Ayuso, tan demonizada por la izquierda, a lo que siempre ha aspirado ha sido a disponer de más recursos y competencias para la comunidad que preside, como acreditaría su declarada voluntad de reformar el Estatuto de autonomía de la misma. Por no hablar, en fin, de otro posible recambio que también ha estado muy presente en los mentideros, el presidente de la comunidad autónoma andaluza, Juan Manuel Moreno Bonilla, inclinado últimamente, incluso con entusiasmo, hacia un discurso político de tintes andalucistas.
Sin embargo, a pesar de todo esto, constituye igualmente un hecho certificado por la propia realidad que la identificación, por completo contingente, entre conservadurismo y centralismo es percibida por amplios sectores de la ciudadanía como poco menos que obligada. En cierto sentido, podríamos considerar una contundente prueba de dicha percepción no solo los magros resultados obtenidos por el PP el pasado 23-J en algunos territorios del país —muy especialmente en Euskadi y en Cataluña—, resultados que estarían expresando una inequívoca pulsión anticentralista, sino también las enormes dificultades con las que, tras dichas elecciones, este partido se viene encontrando para alcanzar acuerdos con formaciones de signo más o menos nacionalista, temerosas de que sus votantes pudieran penalizarlas por ello.
La persistencia de tales dificultades debería llevar al PP a una profunda reflexión de carácter estratégico, porque en realidad representan la punta visible de un voluminoso iceberg. Sus dirigentes certificarían una notable miopía política si interpretaran que con acuerdos puntuales, cesiones particulares o cualquier otro movimiento táctico de similar vuelo gallináceo lo difícil podría quedar superado. Aquello que en su momento, cuando se redactó nuestra Constitución, era una solución —esto es, el dejar abiertas importantes dimensiones de la cuestión territorial, la cohesión nacional o como quiera que prefieran denominar a este asunto— ha terminado por convertirse en un problema que los conservadores deberían ser los primeros interesados en intentar resolver, a la vista de lo que les está sucediendo.
Sin que ello signifique, claro está, que el resto de fuerzas políticas deban desentenderse de la tarea pendiente. A este respecto, no deja de ser sorprendente que el mismo Gobierno progresista que en la legislatura anterior se atrevió a abordar, con indudable audacia y determinación, cuestiones ciertamente delicadas en otros ámbitos (cuestiones que, por añadidura, le supusieron un notable desgaste electoral), se resistiera a plantear una propuesta política explícitamente federalista para el país. Y no lo hizo incluso en momentos que parecían representar una oportunidad privilegiada para hacer pedagogía del modelo federal ante la ciudadanía (a fin de cuentas, ¿qué era la cogobernanza de la época de la pandemia sino un ejercicio de cooperación federalista?).
También hay quien, como Yolanda Díaz, ha propuesto últimamente un “acuerdo territorial” que incluya al independentismo… para conseguir una investidura de gobierno. Por supuesto que un buen acuerdo siempre es de celebrar, pero plantear un acuerdo de este calado en términos instrumentales, amén de partidistas (¿habrá que recordar que, tras las elecciones del 28-M, en el grueso de comunidades autónomas gobierna el Partido Popular?), implica reincidir en un sectarismo tacticista sin perspectiva alguna de futuro, en la medida en que no solo no entra en el meollo de la cuestión, sino que, sobre todo, no lo hace con la actitud política adecuada.
Y, por supuesto, en fin, que tampoco resulta de recibo, por incoherente y farisaico, actuar como lo hace el PP, que, aunque en primera instancia parece no querer entrar a plantear el debate sobre el modelo territorial, a continuación alude implícitamente a él a la hora de formularle reproches a la izquierda, refiriéndose una y otra vez al separatismo y a quienes van de la mano de los que se supone que pretenden romper España. Cerrar lo que quedó abierto en el texto constitucional y que, junto a innegables beneficios, también ha permitido la generación de agravios interterritoriales, potenciando una extendida aspiración a bilateralidad —no solo inmanejable sino a menudo insolidaria—, obliga a definir el mencionado modelo. Y la derecha debería ser consciente de que no hay mejor forma de defender un proyecto común de país que aceptando una diversidad (sin ir más lejos, lingüística) que bien podríamos calificar de estructural.
El federalismo, además de asumir de manera decidida dicha diversidad, propone los instrumentos para gestionarla, esto es, para que, en vez de constituir una permanente fuente de problemas, se convierta en fuente de riqueza. Así, definir con claridad qué competencias corresponden al Gobierno central y qué otras a los gobiernos autonómicos, o comprometer a los entes federados con el destino del conjunto de la federación a base de definir y articular mecanismos de cooperación, son dos elementos que permiten visibilizar la manera en que el federalismo equilibra la fuerza centrífuga descentralizadora, presente en el modelo autonómico, con una fuerza centrípeta cohesionadora. No deja de resultar paradójico al respecto que la derecha, que tanta importancia declara conceder a la cuestión de la cohesión nacional, no acabe de saber en qué clave pensarla, más allá de las rutinarias exhortaciones retóricas uniformistas.
Afirmaba un viejo político, hoy retirado, que “ser honrado es un buen negocio”. Tal vez el PP debería hacerse un razonamiento análogo y plantearse hasta qué punto ser capaz de asumir el papel protagonista en las necesarias reformas de fondo que necesita este país y en las que le corresponde participar, de manera inexcusable, como fuerza representativa de la mitad de los ciudadanos españoles que es, lejos de obligarle a ningún sacrificio o renuncia en beneficio de sus adversarios, representa, por el contrario, el más provechoso favor que puede hacerse a sí mismo y a sus votantes (sin duda, se le abrirían muchas puertas hoy cerradas a cal y canto). Pero también el favor más notable que podría hacerle a este país en su conjunto, que se merece salir de un alboroto al que no se le ve el fin.