Qué larga se le debe de estar haciendo la campaña al PSOE. Su equipo de comunicación suspiraba por un amanecer hablando de la Ley de Vivienda y se acostó con compra de votos, candidatos matones y una investigación por secuestro.
«La derecha embarra la campaña electoral». Eso es lo único que ha dicho Pedro Sánchez mientras las tramas estallaban a su alrededor como fuegos artificiales. Hay que reconocerle el mérito de haber llegado hasta el final de la frase sin despeinarse.
No dejan de ser las palabras de alguien temeroso de una derrota más que previsible. De quien sabe que el post-sanchismo no es una opción, sino una realidad que obliga ya a mover ficha. Tanta fijación con la presidencia de la Unión Europea no es casualidad. Cuando se mira tanto fuera, es que no te ves dentro.
La izquierda intuye que todo empieza a estar perdido. Y lo intuye desde que comenzó la campaña. Desde la aparición histriónica de Félix Bolaños en la Puerta del Sol. Desde que los etarras ensangrentaron las listas de EH Bildu. Desde que Yolanda Díaz puso un pie en cada orilla sin saber adónde va.
La izquierda hace tiempo que renunció a ser un proyecto político con una idea de España. Se ha convertido en una máquina renqueante al servicio de una desmedida ambición personal de poder.
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En cuanto la expectativa de conservar ese poder ha dejado de ser razonable, esto se ha convertido en un «sálvese quién pueda» que refleja el fracaso de esta nueva izquierda entre woke y queer.
Esta no es la historia de un fallo en el sistema electoral español o en la burocracia del voto por correo. Es la historia del miedo de la izquierda a vivir fuera del poder. Con ese poder se ha destrozado a sí misma y agoniza en medio de unas fracturas ideológicas insalvables a corto plazo.
La izquierda española ha cambiado el suave elixir que quería heredar de los mejores ideales de la Ilustración por el calimocho que le han ofrecido la CUP y ERC. De la igualdad, la libertad y la fraternidad ha pasado a la añoranza del Antiguo Régimen. De impulsar una España moderna y europea, a darle la dirección del Estado a unos nostálgicos del fuero medieval.
Es lo que tiene pactar con el nacionalismo, que saca lo peor de cada casa.
Para lo que hemos quedado. Antes firmaban la entrada en la OTAN y la Unión Europea, y traían el AVE y los Juegos Olímpicos. Ahora trafican con votos como si fueran papelinas.
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Hay votantes en España que llevan ya un tiempo apagando la televisión cada vez que sale un político en pantalla. No porque no les interese la política, sino, precisamente, porque les interesa demasiado. Tanto, que no quieren ver el último zasca en el Congreso de los Diputados, ni que les expliquen que aquí lo importante es que no ganen los otros. Quieren conciliar, tener plaza en la guardería pública, no tener que decidir qué facturas no pagan o si toca ya volver a casa de papá y mamá porque el precio del alquiler está imposible.
«La política es así, es el sistema, amigo», les dicen a estos ciudadanos sus cuñados politólogos. «No lo entiendes», afirman condescendientes. Estos votantes sienten ahora, con tristeza, que lo entendían mejor que nadie. Y se ven más huérfanos que nunca.
Por ese votante el PSOE debería hacer, a partir del 29 de mayo, una auditoría del sanchismo y del recuento de daños que este ha causado en el partido. También debería liberarse de esa hipnosis en la que todo vale para evitar la alternancia de la derecha. Incluyendo la deslegitimación de sí mismo.